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Confidencial Noticias 2025


La violencia en Colombia se ha convertido en un fenómeno histórico que se ha transformado una y otra vez siguiendo patrones claros. A lo largo de las últimas décadas, el país ha transitado por ciclos de guerra, negociación y rearme que, aunque han producido momentos de esperanza, nunca han logrado una paz duradera y en cambio, han generado una incontrolable diáspora de organizaciones armadas. La pregunta central persiste: ¿por qué fracasan las negociaciones con los grupos armados y por qué, tras cada intento de paz, emergen nuevas estructuras criminales?

Inicialmente es necesario señalar que el conflicto colombiano no ha sido únicamente militar. Los grupos armados como guerrillas, paramilitares y sus sucesores, han sostenido su poder gracias a una compleja red de economías ilegales, alianzas políticas locales, corrupción institucional y control social en territorios históricamente marginados por el Estado. En este contexto, la violencia no se explica solo por razones ideológicas, sino también por los incentivos económicos y las oportunidades de poder que ofrece la ausencia estatal.

En ese sentido, resulta oportuno mencionar a la Corporación Nuevo Arco Iris y su publicación ‘Arcanos’ que entre 2008 y 2012 muestran un panorama consistente: incluso en los momentos en que el Estado alcanzó su mayor capacidad militar, como durante la política de Seguridad Democrática, la violencia no desapareció sino que se desplazó o mutó. Entre 2008 y 2010, por ejemplo, aunque las FARC sufrieron golpes estratégicos, como la muerte de Raúl Reyes, Iván Ríos y Manuel Marulanda, el grupo se reestructuró, cambió de táctica y mantuvo su capacidad de causar daño mediante acciones de bajo costo y alta letalidad, como minas antipersonal, francotiradores y hostigamientos. La “guerra invisible”, como la llamaban algunos analistas, continuó en zonas rurales periféricas lejos de la mirada pública.

Al mismo tiempo, el paramilitarismo, que oficialmente había sido desmontado tras las negociaciones de Ralito, reapareció en forma de estructuras fragmentadas conocidas inicialmente como grupos emergentes, luego como neoparamilitares y finalmente como bandas criminales, BACRIM. Nuevas organizaciones que conservaban características propias de las AUC: jerarquías, disciplina militar, control territorial y nexos con élites locales.

Por su parte la desmovilización, aunque significativa, dejó espacios abiertos que el Estado no logró ocupar. En regiones como Urabá, Córdoba, Nariño y el Catatumbo, antiguos miembros de las Autodefensas se rearmaron o fueron absorbidos por organizaciones narcotraficantes preexistentes, lo que generó una recomposición del mapa criminal.

Ejemplo de ello es que, según información del Observatorio del Conflicto Armado de la Corporación Nuevo Arco Iris, entre 2007 y 2008, en zonas con antiguo control de las AUC emergieron grupos como las Águilas Negras, Los Rastrojos, Organización Nueva Generación, Los Traquetos, Bloque Vencedores de Arauca, Los Paisas, Organización Don Mario, Los Nevados, Los Machos, Los Mellizos, Bloque Central Bolívar, Los de Urabá y Héroes de Castaño.

Todos estos grupos que en su momento fueron denominados como bandas criminales – bacrim, terminaron por desatar enfrentamientos entre ellos mismos por el control de las rentas ilegales, así como sucede en estos momentos con las disidencias de las Farc.

¿Por qué se repite este ciclo permanentemente?

Una de las razones es que las negociaciones en Colombia tienden a enfocarse en el desarme de los combatientes sin transformar las condiciones estructurales que sostienen el conflicto. En zonas donde no existe una oferta institucional sólida, donde la justicia es débil y donde las economías ilegales, como el narcotráfico, la minería ilegal o la extorsión, representan fuentes de ingreso superiores a las legales, el vacío que deja un grupo desmovilizado se convierte en una oportunidad de negocio para otros actores.

En segundo lugar, porque muchos acuerdos de paz no han incluido estrategias claras para desmontar las redes políticas y económicas que se benefician de la violencia. La parapolítica demostró la profundidad con la que grupos armados y élites locales se habían articulado para capturar rentas públicas y controlar elecciones. Cuando estos vínculos no se investigan ni se rompen completamente, los incentivos para que surjan nuevos actores ilegales permanecen intactos. En este sentido, el problema no es solamente la presencia de grupos armados, sino la persistencia de un ecosistema de poder que los protege o los utiliza según los intereses del momento.

Un tercer factor es la limitada capacidad del Estado para ocupar de manera integral los territorios recuperados. Las estrategias militares pueden expulsar por corto tiempo a un actor armado, pero sin presencia social, económica y judicial, el control se pierde rápidamente. Los informes muestran que entre 2008 y 2012 las Fuerzas Armadas lograron importantes avances en movilidad, inteligencia y capacidad ofensiva, pero no fueron acompañados por instituciones civiles igual de robustas. Esto permitió que, una vez terminadas las ofensivas militares, las comunidades volvieran a quedar expuestas a disputas entre grupos armados o a la reconfiguración de estructuras criminales.

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Finalmente, los procesos de negociación suelen estar condicionados por dinámicas políticas coyunturales. Gobiernos que negocian por presión internacional o por necesidad electoral pueden abandonar rápidamente los compromisos cuando cambian las prioridades o cuando enfrentan oposición interna. Esto deja acuerdos incompletos, instituciones débiles y un mensaje ambivalente que genera incertidumbre en los territorios: la posibilidad de que la paz sea temporal impulsa el rearme de quienes no confían en la estabilidad del Estado.

La suma de estos factores explica por qué, tras cada ciclo de paz, Colombia enfrenta una nueva ola de violencia. No se trata de que la guerra renazca de la nada, sino de que nunca ha desaparecido del todo: simplemente cambia de nombre, se adapta a las oportunidades del momento y opera sobre las fallas históricas del país.

Así como con las negociaciones de la AUC, el acuerdo de paz de 2016 con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC-EP, también derivó en la creación de nuevas estructuras armadas denominadas como disidencias que, por razones ideológicas, políticas o económicas, así como también por falta de garantías o imcumplimientos por parte del Estado.

Para 2018, según un informe de la Fundación Ideas para la Paz, declaraciones del Gobierno y la Fuerza Pública, organizaciones como el Frente Oliver Sinisterra, excombatientes del Frente 29, Resistencia Campesina, Los de Sábalo, Columnas Móviles Jacobo Arenas y Miller Perdomo, entre otras, conformadas por exmilitantes de cerca de 20 frentes con presencia en departamentos como Caquetá, Arauca, Meta, Catatumbo, Chocó, Córdoba y el Urabá Antioqueño.

Hoy, como ayer, la paz depende menos de la desmovilización de un grupo específico y más de la capacidad del Estado para construir presencia real, transformar economías ilegales, depurar las instituciones y ofrecer un horizonte creíble a las comunidades. Así mismo, de la voluntad de los diferentes grupos armados que, lejos ya de las ideologías que los impulsaban en el Siglo XX, han demostrado que su mayor motivación es el dinero y el miedo.

En conclusión, la violencia es persistente porque se alimenta de un vacío que las armas saben ocupar mejor que el Estado y hasta que esa ecuación no cambie, los acuerdos seguirán siendo parches temporales y las bandas criminales continuarán siendo la consecuencia inevitable de negociaciones incompletas.

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