Si Colombia quisiera escoger una sola política pública para igualar oportunidades, reducir desigualdad y mejorar la productividad de largo plazo, la respuesta sería la atención integral a la primera infancia. No hay inversión con retornos sociales más altos ni con efectos más duraderos sobre la vida de las personas. Y, sin embargo, sigue siendo una de las áreas más subvaloradas y subfinanciadas del Estado.
La evidencia muestra que los primeros años de vida —desde la gestación hasta los cinco años— son decisivos para el desarrollo cognitivo, emocional y socioeconómico de las personas. En ese periodo se forman habilidades básicas como el lenguaje, la autorregulación, la capacidad de aprender y la salud física y mental. Las brechas que se abren en esos años tienden a ampliarse con el tiempo y son muy costosas —cuando no imposibles— de cerrar después.
Colombia llega tarde a muchos debates, pero en este no hay excusas. Los datos muestran que niños y niñas de hogares pobres llegan a la educación básica con rezagos significativos frente a sus pares de mayores ingresos. Esa desigualdad temprana explica buena parte del bajo desempeño escolar, la deserción, la informalidad laboral y la transmisión intergeneracional de la pobreza. No es un problema educativo en sentido estricto; es un problema de desarrollo temprano.
Entonces, ¿por qué invertimos tan poco en primera infancia frente a otras políticas más visibles? La respuesta es de economía política. La atención a la primera infancia no genera réditos electorales inmediatos. Sus beneficios se ven diez, veinte o treinta años después. No corta cintas, no inaugura edificios monumentales y no produce titulares ruidosos. Además, los beneficiarios no votan y las familias con mayor poder de presión suelen resolver este problema por la vía privada.
En contraste, políticas como la gratuidad universitaria, los subsidios generalizados o las transferencias de corto plazo concentran recursos porque tienen beneficiarios organizados, visibles y políticamente activos. El resultado es una asignación del gasto público que privilegia lo inmediato sobre lo estructural, lo visible sobre lo transformador.
Paradójicamente, esta miopía fiscal es costosa. La literatura económica —desde James Heckman hasta evaluaciones contemporáneas del Banco Mundial y la OCDE— muestra que cada peso invertido en primera infancia puede retornar entre 7 y 10 pesos en el largo plazo. Menos repitencia y deserción escolar, mayor productividad laboral, menores tasas de criminalidad, mejor salud y menor dependencia de subsidios futuros. Es una política social, pero también una política económica de primer orden.
Invertir bien en primera infancia no es solo gastar más. Es hacerlo mejor. Implica calidad en la atención, nutrición adecuada, estimulación temprana, acompañamiento a las familias, formación de talento humano y articulación entre salud, educación y protección social. Implica también focalizar los recursos donde más impacto tienen: en los hogares más vulnerables y en los territorios con mayores brechas.
En un país que discute permanentemente cómo crecer más, cómo reducir la informalidad y cómo mejorar la movilidad social, resulta desconcertante que la política pública más efectiva para lograrlo siga siendo marginal en el debate. La primera infancia no es un tema “blando” ni asistencialista. Es el cimiento sobre el cual se construye una sociedad más productiva, más equitativa y más cohesionada.
Si de verdad queremos nivelar la cancha, no basta con abrirle la puerta a quienes ya lograron llegar. Hay que asegurar que todos tengan la posibilidad de empezar bien. Priorizar la primera infancia no es solo una decisión ética; es una apuesta inteligente por el futuro del país.
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