Una eventual revisión de la Corte Constitucional sobre la declaratoria de Emergencia Económica exige la existencia de hechos sobrevinientes; en ese marco, la negativa del Congreso de la República a aprobar una ley de financiamiento, en ejercicio legítimo de sus competencias, no constituye por sí sola una circunstancia extraordinaria que habilite facultades excepcionales. Confundir el disenso democrático con una crisis sobreviniente desnaturaliza la emergencia y rompe el equilibrio institucional. No es casual que el Estado liberal moderno surja en Inglaterra a partir del principio fundacional de la democracia representativa con la premisa de “no hay impuestos sin representación”, del cual nacen el parlamentarismo y el Congreso bicameral como garantes de la potestad tributaria como resistencia al poder del Rey. Por ello, cuando la Emergencia Económica se utiliza como retaliación del Ejecutivo frente a una decisión adversa del Legislativo, se quiebran los frenos y contrapesos del Estado Social de Derecho y la excepcionalidad constitucional se degrada en un instrumento de imposición política.
La negativa del Congreso a aprobar la ley de financiamiento, una vez expedida la Ley de Presupuesto General de la Nación, no constituye una anomalía institucional, y por el contrario, es una expresión legítima de la separación de poderes. Frente a ese escenario, el ordenamiento jurídico colombiano ofrece instrumentos ordinarios de gestión fiscal, como lo establece el artículo 76 del Estatuto Orgánico del Presupuesto (Decreto 111 de 1996) cuando faculta al Gobierno Nacional para reducir o aplazar total o parcialmente las apropiaciones presupuestales en cualquier mes del año fiscal, previo concepto del Consejo de Ministros, cuando existan recaudos insuficientes, improbación de recursos por parte del Congreso o exigencias de coherencia macroeconómica, sin necesidad de acudir a estados de excepción.
Desde el punto de vista jurídico, una Emergencia Económica decretada para sustituir la voluntad del Congreso podría configurar una usurpación de funciones, fracturando el diseño constitucional. Sin embargo, el problema trasciende el debate estrictamente jurídico (que se resolvería con la revisión constitucional del decreto, dejándolo sin efectos o conservándolo en el ordenamiento). Lo que está en juego es una afrenta estructural al Estado de Derecho, que debe analizarse en toda su magnitud como un choque de tres grandes ámbitos en tensión: el jurídico, el político y el fiscal.
En el plano fiscal, el panorama es aún más delicado, debido a que el próximo gobierno deberá enfrentar una crisis fiscal heredada, producto de la incapacidad del actual Ejecutivo para construir consensos con el Congreso o de su falta de pericia para administrar un Estado cuyas dimensiones no se corresponden con la realidad económica. A ello se suma un recaudo por debajo de las expectativas, las limitaciones estructurales de la administración tributaria y un contexto de alta presión sobre el gasto, derivado de problemas de orden público y seguridad que demandan inversiones crecientes y costosas.
El margen de maniobra se reduce a dos opciones impopulares: recortar el presupuesto, incumpliendo programas sociales y afectando a miles de contratistas estatales en plena antesala electoral, o endeudarse agresivamente, incluso pasando por encima del Congreso. En este contexto, no resulta sorprendente que expertos constitucionalistas anticipen que un eventual decreto de Emergencia Económica sea derribado por la Corte Constitucional, e incluso que se explore, por primera vez con mayor intensidad, la adopción de medidas cautelares para suspender de inmediato sus efectos mientras se profiere una decisión de fondo.
La tensión entre los tres ámbitos se vuelve incontenible, pues en el plano institucional, la ruptura del principio de “no hay impuestos sin representación” socava el cimiento mismo del Estado democrático liberal. En el plano político, la coyuntura electoral hace inviable que el Congreso apruebe nuevas cargas tributarias que perjudiquen a sus electorados regionales en plena campaña parlamentaria. En el plano fiscal, la situación es crítica: sin recaudo suficiente el Estado no puede sostener sus programas, y medidas como el aumento del impuesto a las transacciones financieras al 5 por mil, que golpea a las clases medias y populares, son políticamente inviables en campaña. A ello se suma la colocación directa de TES por cerca de 23 billones de pesos a un único inversionista extranjero, pactada con tasas cercanas al 13 %, lo que plantea serios cuestionamientos de sostenibilidad fiscal, transparencia y ética pública.
Así mismo, el artículo 215 constitucional establece que una vez finalizada la declaratoria de Emergencia, el Congreso de la República debe reunirse dentro de los diez días siguientes para derogar, modificar o adicionar los decretos del Ejecutivo, dejando una lucha estéril. Entonces insistir en esta vía excepcional, cuando existen mecanismos ordinarios para enfrentar la crisis, solo agrava una triple tensión evidente: política, al usar la emergencia como revancha frente al Congreso; fiscal, al pretender resolver problemas estructurales con medidas temporales; e institucional, al debilitar el equilibrio de poderes. Por ello, la Emergencia Económica no es la solución a la crisis que se avecina, sino la confirmación al respeto por la separación de poderes para que exista sostenibilidad fiscal y estabilidad económica. De lo contrario, la herencia será una crisis más profunda y un sistema institucional que el próximo gobierno deberá recomponer.
Luis Fernando Ulloa
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