La Constitución de 1991 nació de un consenso nacional excepcional. No fue la imposición de una mayoría coyuntural ni la victoria de un programa ideológico único, sino el resultado de una voluntad plural de refundar el Estado colombiano tras décadas de violencia, exclusión y autoritarismo jurídico. Ese consenso, sin embargo, hoy está roto. No por una ruptura abierta, sino por una erosión persistente que ha ido vaciando de contenido el pacto constitucional.
En poco más de tres décadas, el Congreso de la República ha aprobado alrededor de sesenta reformas constitucionales, muchas de las cuales han alterado el equilibrio diseñado por la Asamblea Constituyente. Entre las más graves está la recentralización progresiva de los recursos destinados a la inversión social en educación, salud, agua potable y saneamiento básico, originalmente concebidos para ser ejecutados por los municipios como expresión de un Estado descentralizado y territorialmente comprometido con la realización de los derechos. No se trataba de financiar políticas de un gobierno, sino de garantizar las políticas sociales permanentes del Estado.
A ello se suma una exclusión temprana y reveladora: la eliminación de la expropiación por razones de equidad. Esta figura, introducida en 1936 y sobreviviente al debate constituyente, fue suprimida pocos años después ante la imposición de un único modelo económico, incompatible con el pluralismo que la propia Constitución proclamaba. Fue una primera señal de que el texto constitucional empezaba a ser interpretado contra sí mismo.
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Frente a ese riesgo, la primera Corte Constitucional fue decisiva. En 1992 sentó las bases doctrinarias del Estado social de derecho. La palabra “social” —como lo advirtió el magistrado Ciro Angarita en una sentencia germinal— no era un adorno retórico sino un concepto con densidad normativa. Implicaba una transformación profunda del papel de la Constitución: al ser norma de normas, su contenido es directamente aplicable; la sustancia prevalece sobre la forma; y los derechos dejan de ser simples promesas programáticas para convertirse en mandatos exigibles.
En este nuevo orden, la soberanía ya no reside exclusivamente en el Congreso. Devuelta al pueblo, queda objetivada en la Constitución, cuyo árbitro supremo es la Corte Constitucional. Por ello, la Carta no puede interpretarse como una ley más. Cada uno de sus artículos debe leerse a la luz de sus valores, principios y finalidades. En materia tributaria, por ejemplo, el Congreso no legisla en el vacío: está constitucionalmente obligado a los gobiernos los recursos necesarios para realizar los fines sociales del Estado, conforme al desarrollo material de la sociedad.
Este marco resulta indispensable para comprender el alcance de la emergencia económica decretada por el Gobierno. No se trata de una maniobra excepcional para eludir al Congreso, sino de la consecuencia institucional de una omisión grave: la negativa del legislador a expedir una ley de financiamiento que permitiera completar el monto del presupuesto aprobado para 2026. En este contexto, la emergencia no sustituye la competencia ordinaria del Congreso, sino que responde a su incumplimiento frente a obligaciones constitucionales básicas.
Dicha emergencia no puede, por tanto, ser analizada de manera aislada ni reducida a un juicio formal sobre requisitos procedimentales. Está directamente vinculada a la garantía efectiva de derechos como la vida, la salud, la seguridad y la prestación continua de los servicios públicos esenciales. El Congreso goza de autonomía frente al Gobierno, pero no frente a la Constitución. Y esta le impone el deber positivo de asegurar los recursos indispensables para la vigencia material del Estado social de derecho.
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Lo mismo cabe predicar de la Corte Constitucional. Es autónoma y órgano de cierre, pero no puede interpretar la Carta en contravía de sus valores y finalidades. Regresar a una lectura formalista y exegética de la Constitución —propia del antiguo Estado de derecho— equivale a negar su esencia. Sería, en rigor, una interpretación inconstitucional de la Constitución.
Sin voluntad de Constitución, esta se reduce a un mero papel, sometida al vaivén de intereses sectoriales. De ahí que el decreto de emergencia económica merece un examen serio, ponderado y conforme a los fines constitucionales. De lo contrario, habrá que parafrasear a Núñez: la Constitución de 1991 no habrá muerto por un golpe, sino por falta de voluntad para cumplirla.
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