El médico de la eutanasia se confiesa

Con más de 120 eutanasias en su haber, el médico Gustavo Alfonso Quintana es una de las voces más autorizadas para hablar de las verdaderas implicaciones que conlleva ayudar a morir dignamente a un ser humano.

La primera vez que en carne propia el médico Gustavo Alfonso Quintana Romero tuvo contacto con la muerte fue a principios de 1980. Estaba en Melgar, Tolima, en un congreso de medicina y de pronto, en fracción de segundos, por accidente, un caballo terminó encima del carro deportivo que él conducía. Quedó inconsciente por unos instantes y cuando recuperó el conocimiento se dio cuenta de que no sentía sus piernas.

Quintana recuerda que en ese momento entró en pánico y pensó: “Debo tener una lesión en la médula espinal y voy a quedar cuadrapléjico”. Mientras era conducido a una clínica, también en Melgar, todas las cosas que había hecho en sus 33 años empezaron a pasar por su cabeza.

Se vio como un nadador consumado, esquiador, hiperactivo, mujeriego y con tres hijos todos pequeños -hoy tiene cuatro-. Entonces se dijo a sí mismo: “Yo no puedo quedarme el resto de vida en una cama, esa no es conmigo”.

Aturdido por los golpes que recibió en el accidente con el caballo, y por el miedo que lo estaba consumiendo, Quintana le dijo llorando en voz baja al médico que lo acompañaba en la ambulancia: “profesor, si tengo una lesión medular le quiero rogar un favor, déjeme morir, no me hagan nada”.

Al final, por fortuna, el temor por una lesión grave en su médula espinal desapareció y todo se redujo a una contusión. Ese día, sin embargo, su vida y su modo de ver su profesión cambiaron para siempre y a Quintana se le metió en la cabeza en adelante que “la vida es para vivirla con buen nivel, en plenitud de condiciones”.

A finales de ese mismo 1980, Quintana tuvo ante sí otro reto mayúsculo. Una amiga de su familia, de 59 años, había sido diagnosticada en Bogotá con cáncer cerebral y fue operada con aparente éxito. Los médicos, explicó Quintana, le dijeron a la paciente que creían haber extirpado totalmente el tumor.

A los tres años, no obstante, la mujer volvió a enfermar del mismo mal y esta vez los facultativos le advirtieron que el tumor de ahora era inoperable porque afectaría gran parte de su cuerpo. Los especialistas entonces le aconsejaron que lo mejor que podía hacer era irse para su casa a esperar que la enfermedad fuera minando su cuerpo y hasta su mente.

La paciente, en efecto, terminó inconsciente en una cama, tal como se lo habían advertido sus médicos. La familia de la mujer enferma buscó a Quintana, quien la visitó en su casa y se encontró con que pesaba 38 kilos, que era alimentada a través de una sonda, que tenían que mantenerla con pañales y que su cuerpo se reducía y que empezó a tomar apariencia fetal. Notó, también, que algunos amigos de la enferma y de su familia, en realidad la visitaban por la curiosidad morbosa de ver cómo su cuerpo se deformaba.

“Era un cuadro clínico pavoroso”, aseguró Quintana, quien además recordó que le dijo a una de las hijas de la mujer enferma: “Esto no es justo con tu mamá. Si ella estuviese consciente, estoy seguro de que no querría que la viesen en esta condición, ella pediría la muerte”.

La familia de la mujer enferma, finalmente, le pidió al galeno que le ayudara a descansar. En un procedimiento que duró unos 10 minutos, vía venosa, le aplicó a la paciente a través de una bolsa de suero un anestésico y, según él, un “despolarizante cardíaco” y “así falleció tranquilamente”, agregó Quintana, de 66 años, en una entrevista con Confidencial Colombia en su casa del barrio La Esmeralda de la capital colombiana.

A partir de ese día, Quintana tomó la eutanasia como una misión de su vida y de su profesión. Ya perdió la cuenta de cuántas ha practicado en los últimos 32 años. Hace rato pasó de 100 y cree que éstas pueden superar las 120.

Dijo que le molesta que los periodistas le pregunten por este tipo cifras. Sin embargo, accedió a revelar cuánto cobra por practicar una eutanasia. “Lo que el paciente o su familia me quieran dar, yo de esto no me lucro ni tengo tarifa”, añadió Quintana, quien precisó además que los medicamentos para practicar tan complejo procedimiento cuestan aproximadamente 1’200.000 pesos.

“Siempre le digo a la gente que si me quiere pagar algo más, ese dinero lo voy a invertir en personas que no tienen cómo pagar los medicamentos para practicar la eutanasia”, dijo. “Una vez un señor me pagó de más como seis millones (de pesos)”.

Quintana explica la muerte por eutanasia así, tras la aplicación de los medicamentos: “una vez que se detiene el corazón, deja de llegar sangre al pulmón; al dejar de llegar sangre al pulmón se va perdiendo el oxígeno, entonces el cuerpo comienza a consumir el oxígeno que quedaba y en tres minutos o menos se detiene el diafragma y una vez se detiene el diafragma y que no hay posibilidad de oxigenación viene la muerte”.

El martes pasado, por diez votos contra cuatro, el Congreso colombiano comenzó a tramitar una propuesta de ley para reglamentar en el país la práctica de la eutanasia. La iniciativa es impulsada por el senador Armando Benedetti, quien pretende que personas mayores de 18 años que sufran una enfermedad terminal, no tengan cura y padezcan inmensos dolores puedan pedir que se les practique la eutanasia. Aspira, asimismo, a que los médicos que la practiquen no sean penalizados si el procedimiento se ajusta a la ley.

Las no menos de 120 eutanasias que ha practicado hasta hoy le han dejado siempre una historia para contar a Quintana, un tulueño que en 1973 se graduó de médico en la Universidad Nacional de Bogotá.

Una de las personas más jóvenes que ha ayudado a morir Quintana tenía 18 años. Era un estudiante de psicología de la Universidad Javeriana a quien le fue diagnosticado un cáncer agresivo en un testículo. En poco más de cuatro meses, la enfermedad tumbó a la lona al joven universitario.

“La primera persona a la que él le contó de su enfermedad fue a su novia, quien empezó a ver como decaía este tipo. Lo más terrible fue que el cáncer hizo metástasis en un ojo y en el cerebro, y empezó a invadir el cerebro y a perder la vista”, relató Quintana, quien evocó que la novia del enfermo lo buscó porque quería ayudarlo a morir digna y rápidamente.

“Practicar una eutanasia en una persona tan joven no es fácil”, dijo el médico, quien cuando habló de esta historia o de otras similares o más dramáticas no pudo evitar que sus ojos se encharcaran. “La familia del muchacho entró en shock al ver que un muchacho con todo el futuro del mundo estaba acabado por la enfermedad”.

Cuando llegó el día de la eutanasia, la novia se acostó en la cama al lado del hombre que amaba. “Ella le sostenía una de sus manos. Es increíble ver cómo una situación de estas despierta tal solidaridad, tal respeto y tal dolor”, opinó Quintana, que, sin poder ocultar una sonrisa, sostiene que no le molesta que haya gente que lo llame “el doctor muerte” porque, en su concepto, “yo soy el médico que es solidario de la muerte digna y un médico que ama a sus pacientes”.

Tampoco Quintana olvida la historia de un hombre de 86 años que, al parecer, años atrás había tenido una afición casi que enfermiza por las mujeres. Le habían diagnosticado uno de los cánceres más dolorosos que, según el galeno, existen: en los huesos. “Las metástasis que se hacen son de unos dolores insufribles y los huesos se fracturan sin esperar. Los dolores no ceden ni con la morfina”.

Derrotado por la enfermedad, el hombre de 86 años vio cómo su vida se había acabado de un momento a otro. No se podía mover, lo tenían que llevar al baño y, en consecuencia, su vida se convirtió en un martirio. “Yo no me aguanto más esto, me quiero morir”, le dijo el octogenario enfermo a su esposa. “Tienes que esperar a que Dios te mande la muerte”, respondió ella.

“Pero yo creo que ella para sus adentros pensaba que esa el castigo que Dios le estaba dando por libidinoso” o mujeriego, observó Quintana, quien recordó que tuvo que convencer a la señora durante unos 45 días para que permitiera que, a través de la eutanasia, su esposo descansara de una vez por todas.

“En el momento de la eutanasia, se acerca la señora a la cama para estar con su esposo y él le dice: ‘¿Cierto mi amor que me lo has perdonado todo?’. Ella se sorprendió mucho y le respondió: ‘Claro que te lo he perdonado todo’. Para mí fue muy conmovedor ver cómo en un momento de estos, donde una persona sabe que su muerte está cerca, aproveche para irse en paz”, relató Quintana, quien ha sido invitado a dictar conferencias sobre la eutanasia en países como Estados Unidos, Francia, México, Argentina y Perú.

Cómo olvidar, dijo Quintana, la historia de una mujer de 49 años con diabetes “en la que se juntaron cosas muy bellas del ser humano”. A los 40 años ella ya había perdido sus dos riñones y día por medio acudía a diálisis. Quince días antes de exigir a gritos la eutanasia había quedado ciega por la enfermedad.

Cuando Quintana fue a su casa a ayudarle a morir dignamente, la mujer le pidió que le permitiera tocar su cara. Después ella le explicó que, de no practicarse la eutanasia, tendría en 15 días una operación más: la amputación de sus dos pies porque estaban invadidos por una gangrena cruel.

Cuando llegó el día de la eutanasia, recordó Quintana, la mujer le comentó con una tranquilidad que le salía del alma: “doctor, espéreme un momentico que me quiero despedir de una muy buena amiga (…) Su amiga llegó y ella le dijo: ‘ayúdame a maquillarme que quiero verme bella antes de morir”.

Según el relato de Quintana, su paciente se puso su mejor ropa aquella noche, se pintó las uñas y de sus orejas colgaban unos hermosos aretes. Cuando todo eso sucedió, la mujer le dijo, “Doctor, ahora sí proceda”.

También ha ayudado a pasar a mejor vida a enfermos de sida, una enfermedad que según Quintana ha sido vendida por los humanos con mala fe. Recuerda, con satisfacción, que a dos de ellos les pidió: “esperemos una semana más, esperemos una semana más…”. Uno vivió bien seis meses más y el otro casi año y medio hasta que la enfermedad los acabó. Finalmente les practicó la eutanasia.

Quintana, un hombre blanco y de baja estatura y de finos modales, cree que la inversión que el Estado destina hacia enfermos terminales “debería hacerla en los niños o que compren por ejemplo incubadoras para niños”.

Una vez su hijo mayor, Gustavo Andrés, piloto de profesión, se accidentó en una avioneta. A Quintana le pasó por la cabeza qué sería de su hijo si quedara mal.

Estuvo seguro de que si podría ayudarle a morir dignamente a su hijo lo haría sin vacilación. Al final, el muchacho sólo se fracturó un tobillo y tres costillas.

Nunca Quintana ha estado ante los estrados judiciales. Sabe que colegas suyos han pedido investigarlo penalmente. Según Quintana, el procurador general, Alejandro Ordóñez, lo ha tratado de criminal, pero advierte que no le daría miedo ir a la cárcel porque según ha dicho el doctor Carlos Gaviria, expresidente de la Corte Constitucional, “el doctor Quintana se está ciñendo a los lineamientos” de ley.