Hay momentos en la vida en los que uno simplemente camina, aunque no vea el final del camino. Lo imagino como cruzar un puente cubierto por una neblina espesa: no sabes si sigue, si hay un abismo, si alguien te espera al otro lado. Hace un tiempo decidí hacer un cambio profundo en mi vida profesional. Había señales de agotamiento, entornos en los que el sarcasmo pasivo y la agresión silenciosa se habían vuelto costumbre. Me sentía confrontada, cuestionada por lo que otros decían o pensaban de mí. Y, sin embargo, seguí caminando.
En ese trayecto entendí algo: buscar ayuda no es un signo de debilidad, sino un acto de valentía. A veces no contamos con un líder que nos acompañe, a veces el puente se cruza solo. Pero también hay refugios: los seres queridos que creen en ti cuando tú dudas, los espacios donde la escucha y la empatía se vuelven sostén. Esa experiencia personal me enseñó que la seguridad psicológica no se decreta ni se impone; se construye con gestos, con coherencia y con respeto.
Vivimos tiempos convulsos. A diario nos atraviesan noticias que nos saturan, incertidumbres que nos desgastan, tensiones que nos dividen. La pandemia dejó una huella profunda: según cifras recientes, más del 63% de los colombianos ha enfrentado algún impacto en su salud mental. Y en medio de esta vorágine, cabe preguntarse: ¿cómo crear espacios psicológicamente seguros cuando nosotros mismos no nos sentimos seguros?
Hace poco, en una clase universitaria, escuché a un grupo de jóvenes decir que ya no era necesario seguir defendiendo los derechos de las minorías. “Ya ganaron demasiado”, afirmaban. Me quedé en silencio, sintiendo el golpe de esas palabras. No porque vinieran de la maldad, sino de la desconexión. Nos falta empatía, conversación, la capacidad de ponernos en los zapatos del otro. La seguridad psicológica no se trata solo de cuidar lo que decimos, sino de cuidar lo que provocamos en los demás con nuestras palabras.
Un espacio psicológicamente seguro —ya sea una empresa, un aula, un hogar o una conversación— es aquel donde podemos preguntar, disentir o admitir errores sin miedo a ser castigados o ridiculizados. Es el lugar donde las ideas se valoran por su esencia, no por quién las dice. En una sociedad polarizada como la nuestra, donde opinar puede convertirse en un riesgo, crear esos espacios es casi un acto de resistencia.
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Cuando los líderes —en cualquier escenario— se muestran vulnerables, cuando se atreven a decir “no sé”, cuando priorizan la escucha sobre la imposición, algo cambia. La vulnerabilidad no debilita, humaniza. Un líder que se muestra desde la empatía construye equipos más sólidos que aquel que busca infundir temor. Y eso vale también para nosotros como ciudadanos: cada gesto de respeto, cada palabra que acoge en lugar de herir, es un ladrillo en la construcción de un entorno más seguro.
La seguridad psicológica, además, no es solo una cuestión organizacional. Empieza en lo cotidiano: en cómo hablamos con nuestra pareja, cómo tratamos al vecino, cómo reaccionamos ante quien piensa distinto. Implica claridad, franqueza, curiosidad, compromiso y coherencia. Requiere mirar al otro sin prejuicio y mirar dentro de nosotros sin miedo.
Y si queremos empezar a construir esos espacios —para nosotros mismos y para quienes nos rodean— hay tres caminos que pueden guiarnos.
El primero es cultivar la autocompasión. En tiempos donde la exigencia es permanente y la comparación es constante, aprender a hablarnos con amabilidad es una forma de resistencia. La autocompasión no es indulgencia: es reconocer que el error y la incertidumbre son parte de la vida. Cuando me trato con respeto, dejo de proyectar mi frustración sobre los demás y empiezo a sembrar calma a mi alrededor.
El segundo es escuchar con curiosidad genuina. Escuchar sin la urgencia de responder, sin necesidad de tener la razón. La curiosidad abre espacio al entendimiento y desactiva la defensividad. Cuando una persona siente que es escuchada, su cuerpo baja la guardia. En ese instante, surge la confianza. Y donde hay confianza, florecen las ideas, las soluciones y los vínculos reales.
El tercero es actuar con coherencia. La seguridad psicológica se derrumba cuando decimos una cosa y hacemos otra. Ser coherentes entre lo que pensamos, decimos y hacemos crea una sensación de previsibilidad que da tranquilidad a los demás. Un entorno coherente es un entorno confiable, y un entorno confiable es un terreno fértil para el bienestar y la innovación.
Quizás la verdadera seguridad no sea la ausencia de incertidumbre, sino la capacidad de seguir caminando pese a ella. Porque, aunque el puente esté cubierto de niebla, seguimos avanzando. Y en cada paso podemos elegir: sembrar miedo o sembrar confianza. Yo elijo lo segundo. Y ojalá, como sociedad, también aprendamos a hacerlo.
Johanna Alfonso Solano
Directora Académica Cámara de la Diversidad, Docente y consultora del CESA
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