Que los hombres, esencialmente, trabajamos para la lujuria, para el sexo y para el erotismo, parece ser una verdad que no admite discusión. Freud basó su revolucionaria, por entonces, tesis de psicología, en la líbido como motor que impulsa la conducta humana, esencialmente la de los valores.
No es que no existan mujeres del nuevo y viejo mundo a quienes les encanta la lujuria, vida sibarita y placentera y hasta el más refinado erotismo; lo que acontece es que en la mujer los furores lujuriosos y los placeres carnales son el instrumento, el señuelo, el medio para satisfacer su enorme pasión de soberbia.
La envidia entre las mujeres constituye la más feroz y encarnizada disputa por conquistar al hombre, o mejor dicho, para acceder al poder económico social que ordinariamente ha sido detentado por el sexo masculino en la ya larga historia de la humanidad. La hegemonía económica y el poder ejercidos por los hombres tienen como resultado inocultable la subordinación y la impotencia de las féminas, situación que las ubica como encarnizadas competidoras y enemigas entre sí, impulsando al ejército de mujeres que son mayoría del género humano a una guerra solapada, a veces, abierta, frentera y despiadada, en otras.
La historia de los mitos griegos se centra en redactar episodios de envidias, engaños, tramas y luchas entre hombres y mujeres en los que los celos, engaños y venganzas son por amores masculinos hacia bellas y apetecidas damas. El argumento central de las más tiernas y bellas historias de amor es el de la bella apetecida por hombres que luchan para la conquista y el acceso al disfrute de la persona cortejada.
La reafirmación de la belleza de una mujer, de su atractivo físico, de su capital erótico frente a las relaciones con los hombres es el objetivo central de la lucha envidiosa competitiva, y a veces baja, de una mujer con otra u otras. El complejo de Electra entre madre e hija es más común de lo que se puede pensar a primera vista.
Quien haya laborado en oficinas públicas o privadas y buena parte de su vida ha estado en puestos o cargos oficiales y en trabajos de empresas no estatales, sabe muy bien la despiadada rivalidad entre mujeres y la soberbia, altanería y arrogancia de una jefe sobre la subalterna de su mismo sexo. En la sociedad en general y en los lugares de trabajo en particular las mujeres demuestran su más grande deseo de sobresalir una por encima de la otra u otras.
La moda, los trucos del maquillaje y la utilización de decenas de artilugios para hacerse conquistable, apetecible y llamativa como el pavo real dentro de su especie, con la finalidad de obtener el éxito entre los hombres, que no es otro que hacerse al amor y cuidado de éstos, preferentemente por la vía del matrimonio, es el objetivo de muchas mujeres.
Es lo general que la mujer directamente no ame el poder. Es un tema tabú para las féminas el apetecer y ejercer el poder, casi siempre se resignan a ser poderosas a través de su hombre, de su protector, de su marido.
Son palabras de mujer, aplicables a sus congéneres, con las que remaba un interesante capítulo de la obra La envidia: pasión triste, las que a continuación trascribo: “Mujeres con poder, desconfiamos de ellas, las padecemos, las envidiamos y para aplacar la turbación de nuestros sentimientos nos vemos con frecuencia empujadas y de buena gana a desprestigiarlas y destrozarlas”.
La envidia femenina tan evidente entre las mujeres, ocasionalmente por empatía o solidaridad suele disminuirse cuando existe una real amistad entre damas o surge una oportunidad en la una puede ayudar a otra con ferviente solidaridad. Pero así como la envidia es la pasión por excelencia femenina y a veces masculina, la lujuria es el pecado capital que por vía de la soberbia practica el hombre y termina siendo en ocasiones un juguete de su desmedida ansia de concupiscencia y libido. El pecado supercapital del hombre es la soberbia, que no es más que en última instancia el impulso por conquistar y acceder a una mujer y lograr con ella satisfacer su instinto carnal desmedido, muchas veces su animalidad, pues nada hace más poderoso, soberbio y arrogante a un macho que conquistar mujeres y ponerlas al servicio de sus deseos carnales y caprichos placenteros.
Lo que sí parece cierto es que en algunas etapas del sexo masculino la lujuria y el apetito carnal de sus años mozos o juveniles puede elevarlos con disciplina, estudio y cultura a ser individuos de una especial condición humana, pongo de ejemplo las vidas licenciosas y libertinas y de arrebatos pasionales de cuatro santos ilustres y respetados del cristianismo: San Pablo de Tarso, San Agustín de Hipona, San Francisco de Asís y San Ignacio de Loyola.
Desde mi particular punto de vista lujuria es el exagerado ejercicio de la genitalidad, más que la sexualidad y el erotismo, en hombres y mujeres. El exceso de un buen sexo, refinado, erótico y gratificante, debe y puede llamarse lujuria. Lujuria y lujo son palabras casi sinónimas, empero el apetito desmedido y excesivo buscado neuróticamente es lo que debe entenderse por lujuria. Es una avaricia del ansia exagerada de poseer un objeto sexual antes que una plena y doble satisfacción carnal espiritual.
El gran pensador de tendencia greco romana, Lucrecio, así lo entendió: “Sofocar la pasión de amar, sí; renunciar al placer erótico, no”.
Para vivir bien y llevar una vida de lujo hay que ser un buen erotista, no un lujurioso desmedido. Los violadores de niños son adultos enfermos, presas del más repugnante delirio lujurioso, jamás erótico y juguetón de la satisfactoria sexualidad.
Cuando la lujuria es desbordante y exagerada conlleva a la disipación y la perdición, cuando la animalidad y la carnalidad, propias de un instinto bestial humano, no logran ser sublimadas por el erotismo, el refinamiento, la cultura y los buenos modales, confluye en una dañina lujuria que es, supongo, a la que alude la religión cristiana en su catecismo y doctrina contenida en la biblia y otros libros santos. El erotismo y el epicureísmo llevados con método y sin excesos es el que conduce al Edén de la felicidad humana. Una mente caprichosa y enfermiza que busca poder a toda costa es lujuriosa y nociva.
El catedrático de la universidad de Milán, Giulio Giorello, afirma que los rasgos típicos del lujurioso son: poderoso, soberbio e inteligente, creo a mi modo, que los poderosos y soberbios son lujuriosos, pero cuando se es poderoso en cualquier sentido y no se es soberbio y se tiene inteligencia se puede cultivar el erotismo y el placer moderado y equilibrado.
Desde la civilización antigua de Mesopotamia, el concepto de lujuria como vida sometida y sojuzgada por el apetito carnal sin limitaciones, nos lleva a concluir que lujo, erotismo, vida refinada, placentera y equilibrada no es sinónimo de lo que piensan los padres del cristianismo y sus predicadores a cerca de la vida lujuriosa.