Volúmenes inmensos podrían escribirse sobre la soberbia de mujeres y hombres de la tierra a través de la historia. Las mujeres, se ha dicho, son esencialmente envidiosas y fama tienen de ser objeto de envidia entre ellas mismas, quizá la condición de inferioridad y el sometimiento durante varios milenios hacen de las féminas seres especialmente proclives al repugnante y copioso pecado capital. Pero si aceptamos como cierto que el pecado capital mayor es el de la soberbia y que él jalona e impulsa al cometimiento de los otros seis, hemos de admitir que también las mujeres son en extremo soberbias, vanidosas y arrogantes. La lujuria, pecado capital masculino, también es propio del género femenino. Cleopatra, la poco atractiva pero sagaz emperatriz egipcia, utilizó como contrapoder del gran imperio romano sus atributos femeninos y su desmedida soberbia. Ataviada de lujos extremos y con un séquito de admiradores y secuaces cruzó el Nilo para hacerse amar, primero de Julio César y luego del apuesto y poderoso emperador romano Marco Antonio. La historia cuenta que no solo enamoró al soberbio Marco Antonio, sino que pretendió unir los dos imperios.
No menos soberbia, malvada y lujuriosa fue la tristemente célebre Agripina, madre del psicópata emperador Nerón, de quien fue maquinadora para detentar el imperio, previo asesinato del legítimo sucesor imperial. Como los soberbios murió asesinada nada más y nada menos que por orden de su hijo. La extrema lujuria de Mesalina, la esposa del emperador Tiberio, no fue más que una forma enmascarada de su insaciable apetito de poder, de su notable soberbia.
De la insaciable Catalina de Rusia, en tiempos más próximos a los nuestros, y su desaforado apetito sexual, se ha escrito demasiado, la zarina rusa no era más que una insaciable soberbia. No ha de extrañarnos pues que españoles e indoamericanos padezcamos el pecado capital de la soberbia.
Fernando Díaz Plaja, uno de los más excelentes estudiosos de la idiosincrasia de la España moderna, escribió un ensayo extraordinario titulado El español y los 7 pecados capitales. Una tercera parte de su pequeño libro lo dedica a demostrar que la soberbia es el supremo pecado del español. Históricamente, españoles y extranjeros han definido el carácter del español como extremadamente soberbio. El moralista ibérico de hace 4 siglos, Baltasar Gracián, en su obra El criticón, considera a España como el primer país de Europa con esta condición. Así se expresaba: “La soberbia, como primera en todo lo malo, cogió la delantera, topó con España, primera provincia de la Europa, pareciera tan de su genio que se perpetuó allí, allí vive y allí reina con todas sus aliadas: la estimación propia, el desprecio ajeno, el querer mandarlo todo y servir a nadie …, el lucir, el campear, el alabarse, el hablar mucho y hueco, la gravedad, el brío con todo género de presunción y todo esto desde el más nobel hasta el más vasallo”.
Hacia el siglo XIX el gran viajero y admirador de España, Washington Irving, comentó en su ameno libro, Cuentos de la Alhambra, que percibió en los españoles más pobres y harapientos un hálito de soberbia y sentenció que en ninguna parte del mundo, como en la península ibérica, se ejerce la mendicidad con más altura y arrogancia.
El gran humanista, don Miguel de Unamuno, vasco intelectual de grandes quilates y rector por mucho tiempo de la Universidad de Salamanca, escribió un ensayo también sobre la soberbia de sus paisanos, con ironía dijo: “Humildad rebuscada no es humilde y lo más verdaderamente humilde en quien se crea superior a otros es confesarlo, si por ello te motejan de soberbia, sobrellevadla tranquilamente”. En España, todos se creen hidalgos, dice Díaz Plaja y dice que quizá sea ello herencia mora (árabe) o judía. En México y Colombia pasa igual, no hay un nacionalismo en América Latina más soberbio que el mexicano; María Félix fue una gran exponente de la soberbia, y de hidalgos, blasones, títulos y buena familia presumen muchos bogotanos. No olvidemos que el poeta de clase media, José Asunción Silva, lo llamaron sus contemporáneos, José Presunción Silva. Los Urrea, Urdaneta y demás personajes de la prosapia más refinada de la Bogotá de otras épocas, miraron siempre por encima del hombre a los ruanetas de la guacherna capitalina. Los payaneses, manizalitas, sonsoneños y medellinenses de antaño fueron en sus familias élites, unos soberbios a ultranza.
La soberbia y el orgullo del pueblo español lo heredamos en Colombia con especial énfasis, los soberbios hispánicos tienen en Colombia muchos adeptos. Como en España, también en Colombia el provinciano viaja de su comarca a la capital para progresar, una vez instalado adquiere ademanes y costumbres soberbias del capitalismo. Muchas gentes del interior terminan en el país ocupando puestos y cargos de alto nivel, los títulos y las posiciones los vuelven jactanciosos. Este fenómeno explica que sean preferentemente provincianos y comarcales los políticos y altos dignatarios de la justicia que son objeto estos últimos años en ser considerados corruptos, venales, prevaricadores.
No había nacido el que este artículo escribe, cuando el ilustre maestro e intelectual italiano, Giovanni Papini, incluyera en su libro negro una pequeña crónica titulada “La predicación de la soberbia”, alusiva a un predicador de una iglesia bogotana en la que el prelado se despacha a exhortar a sus feligreses acerca del mayúsculo pecado capital y demostraba que hombres y mujeres son dóciles y complacientes esclavos de la soberbia y como complemento de los otros seis. Hoy sus palabras reflejan lo que es la soberbia de los poderosos de Colombia.