Las recientes operaciones de bombardeo contra pequeñas embarcaciones, que ya dejan más de ochenta personas asesinadas, junto con las amenazas de ingreso a territorio continental por parte de Estados Unidos, han encendido una preocupación legítima en América Latina y el Caribe. Estas acciones reproducen un patrón histórico de intervenciones que han causado graves daños en diversas regiones del mundo y vuelven a poner en duda el respeto a la soberanía de los pueblos.
Ante este escenario surge una pregunta que no puede ignorarse. ¿Quién le dio a Estados Unidos y con qué moral el derecho a decidir el presente y el futuro de los pueblos del mundo? Ninguna nación tiene la autoridad ética para imponerse sobre otra y mucho menos un país cuya larga lista de intervenciones militares ha dejado huellas profundas de destrucción y dolor.
La historia reciente confirma que la injerencia externa no ha traído paz ni estabilidad. Irak quedó devastado tras una intervención que prometía democracia. Afganistán terminó en un desastre humanitario que costó miles de vidas y concluyó sin que se resolvieran los problemas que supuestamente se iban a combatir. Libia fue empujada al caos y perdió su estructura estatal. En América Latina, Panamá y las naciones centroamericanas aún sufren las heridas que dejaron las incursiones militares que nunca atendieron las causas profundas de sus conflictos.
El continente ha defendido con persistencia el derecho a la autodeterminación. No es un anhelo romántico. Es una conquista histórica que sostiene la dignidad de los pueblos y que garantiza que cada nación pueda decidir su propio destino sin la sombra de potencias extranjeras tratando de imponer soluciones ajenas. Proteger este principio es un acto de responsabilidad colectiva con la memoria, con el presente y con el futuro.
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Resulta preocupante ver a ciertos líderes políticos del continente apoyar la posibilidad de una intervención militar estadounidense en el Caribe. No hablan por la prudencia ni por la paz. Suelen ser los mismos que se han opuesto de manera sistemática a los cambios estructurales necesarios para superar la pobreza, la exclusión y la inequidad que alimentan la violencia. Muchos de ellos han tenido cercanía con narcotraficantes, redes de corrupción o actores armados ilegales que se benefician de la inestabilidad política y del debilitamiento de los Estados. No buscan soluciones. Buscan preservar privilegios.
Estados Unidos insiste en justificar sus acciones en nombre de la lucha contra las drogas. Sin embargo su política antidrogas ha mostrado un fracaso rotundo durante más de cincuenta años. En vez de enviar portaviones, submarinos, tropas y aeronaves a nuestras aguas, debería revisar con honestidad el costo económico y humano de su maquinaria militar. Con lo que vale mantener esa flota gigantesca podría financiarse un programa capaz de enfrentar las causas estructurales que alimentan el narcotráfico en la región.
Esas causas no están en los campesinos cocaleros ni en los trabajadores que producen pasta básica en laboratorios clandestinos. Ellos son víctimas de una industria ilegal que tiene sus centros de poder en los países desarrollados. Allí están el consumo masivo, la demanda inagotable, el lavado de activos, la producción y venta de insumos, y la sofisticación financiera que sostiene el negocio. La raíz del problema no está en las montañas empobrecidas donde las comunidades solo buscan sobrevivir. Está en los mercados del norte que mantienen viva la cadena global del narcotráfico.
La región necesita abrir un debate distinto. Estados Unidos debe dejar atrás el discurso de la guerra y construir junto a América Latina un enfoque antidrogas basado en evidencia y no en prejuicios. Ese enfoque debe poner en el centro la regulación y legalización del comercio y la venta de cocaína. La prohibición solo fortalece a las mafias y perpetúa la violencia. Regular y legalizar permitiría quitar poder a las redes criminales, reducir la corrupción, mejorar la seguridad y tratar el consumo como un asunto de salud pública.
Este camino exige valentía política y un liderazgo dispuesto a abandonar las fórmulas que han fracasado durante décadas. También requiere cooperación internacional y un compromiso real con la vida y la dignidad de las comunidades afectadas. Es una ruta más humana, más racional y más coherente con la necesidad de romper definitivamente el ciclo de violencia.
América Latina merece respeto. No necesita flotas militares patrullando sus costas ni amenazas disfrazadas de solidaridad. Necesita que le devuelvan un poco de lo que se han llevado las potencias del norte, justicia global, programas sociales de largo plazo y un reconocimiento pleno de su derecho a decidir su propio rumbo. La soberanía no es una consigna vacía. Es el fundamento de la convivencia pacífica entre las naciones y la garantía de que los pueblos puedan construir su futuro sin imposiciones externas.
Defender la autodeterminación no es estar en contra de ningún país. Es afirmar la dignidad del continente y su vocación de paz. Frente a cualquier intento de intervención, América Latina debe mantener una postura firme y unida. La estabilidad, la libertad y el futuro del continente dependen de este compromiso colectivo con la paz, la soberanía y la justicia social.
Luis Emil Sanabria Durán
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