El título de esta columna fue la frase que mencionó la primera vez que lo conocí en el Concejo de Bogotá a Joan Alexander Torres, de 16 años. En lo más íntimo de la palabra y el sentir, volvimos a escucharlo durante el debate donde se aprobó el proyecto Sergio Urrego, que busca crear entornos seguros para niñas y niños LGBTIQ+ en los colegios de Bogotá. En su relato, Joan habló sobre la intolerancia y la hostilidad que ha tenido que afrontar a lo largo de su vida por ser una joven trans en una institución educativa, y las consecuencias que esto ha tenido en su salud mental y su vida cotidiana.
Escucharla fue un recordatorio de la importancia de las historias íntimas que nos revelan y exponen realidades que muchos preferirían ignorar. Por eso, pensé que era imprescindible dedicar esta columna a esas vivencias diarias, que, aunque invisibilizadas, nos obligan a quienes ejercemos la política a buscar mecanismos, salidas e instrumentos para que nadie tenga que vivir en un mundo donde se violente y rechaza el derecho fundamental a la libertad.
Espero que su mensaje sea el argumento necesario y suficiente para quienes aún se oponen al proyecto. Deseo que estas palabras retumben en las mentes intolerantes que, no solo lastiman y hieren, sino que también asesinan como le sucedió a Sergio Urrego hace 10 años.
Intervención de Joan Alexander Torres:
A los 12 años descubrí que era diferente de lo que siempre me enseñaron que debía ser. Es imposible describirles el asco y el repudio que sentía al verme al espejo. No le deseo a nadie sentirse perdido y no saber quién es. Es difícil para un niño entender cómo tanta gente puede agredirlo solo por tomar la decisión de ser libre.
“Yo amaba a la hija que tuve”, dijo mi mamá. “Qué asco me das”, me dijo una chica en mi colegio. Y “marica”, me llamó un niño de primero. Me pregunto cómo un niño tan pequeño puede llevar tanto odio dentro de él. Les mentiría si les dijera que no pienso en el suicidio cada día. Me siento débil, y odio revictimizarme en un lugar donde cada palabra que diga puede ser usada en mi contra.
Un grupo religioso fue a mi casa a orar por mí varias veces. Desde la última vez que vine aquí, al Concejo de Bogotá, a contar cómo me agredían y torturaban, todo ha sido peor. Me quieren sacar de lugares artísticos donde dicen que no pertenezco.
No sé qué más debo decir o hacer para que sientan un poco de empatía y respeto hacia un problema que no quieren aceptar que existe. Les puedo mostrar cifras de cuántos jóvenes se han suicidado, pero eso ya lo hicieron. Les puedo hacer una lista de los insultos que he recibido en el colegio, y les puedo mostrar mis registros psicológicos, donde explican cómo mi vida ha sido afectada por los intolerantes.
Estamos cansados de que nieguen un problema que sí existe, y se me hace difícil creer que ustedes lo ignoren. Es lo que vivo cada día de mi vida.
Es hora de que el Concejo de Bogotá dé un paso definitivo hacia la construcción de una ciudad donde todos puedan ser y amar libremente, sin miedo al rechazo o la violencia. El proyecto Sergio Urrego representa una oportunidad para garantizar entornos seguros y respetuosos en nuestras instituciones educativas, donde cada niño, niña y adolescente pueda crecer en libertad. Hago un llamado a la plenaria del Concejo para que apruebe este proyecto y así protejamos el derecho fundamental de cada persona a vivir su identidad sin temor. No podemos seguir permitiendo que jóvenes como Joan enfrenten un mundo que los margina por ser quienes son. Es nuestra responsabilidad como sociedad asegurar que nadie más tenga que sufrir por ser auténtico.