Hace unos días se viralizó un video en el portal 20 de julio de TransMilenio. Un joven apuñaló a un guarda de seguridad, el mismo que días antes recibía una condecoración en el Concejo de Bogotá. El hecho es vil, cobarde y delictivo. Punto. Sin embargo, el debate público decidió desviarse por una ruta conocida: justificar la violencia con el argumento del “mal sistema”.
La narrativa es peligrosa. Se relativiza el delito, se romantiza la evasión y se criminaliza a quien hace cumplir la norma. TransMilenio actuó y decidió instalar torniquetes de piso a techo.
La medida incomoda, sí. La estética sufre, también. Pero el impacto es inmediato: disminuyen los colados, baja la evasión y, sobre todo, se reduce el riesgo para los guardas. El KPI clave —seguridad— mejora. La operación se estabiliza. El control funciona.
Entonces llega la contraofensiva discursiva: “cárceles”, “ataque al usuario”, “represión”. Se acusa al sistema de castigar a la ciudadanía y no a los delincuentes. La paradoja es evidente: se defiende al colado y se cuestiona al torniquete; se excusa el cuchillo y se condena el metal. ¿De verdad ese es el estándar ético de la ciudad?
Este no es un capricho local ni una ocurrencia improvisada. Ciudades como Nueva York y varias capitales europeas implementan controles físicos similares. No porque amen el acero, sino porque gestionan riesgo. El transporte público es infraestructura crítica. Sin control, colapsa. Sin reglas, se vuelve tierra de nadie. En términos empresariales, el sistema sin barreras es una invitación abierta a la pérdida operativa y al deterioro del servicio.
La verdad incómoda es otra: los torniquetes son consecuencia, no causa. Son la respuesta a una cultura que normaliza la trampa. En casa lo entendíamos fácil: acción incorrecta, consecuencia inmediata. De adultos no debería ser distinto. Si colarse se vuelve costumbre, el sistema responde con control. No es bonito, pero es necesario. La ciudad no se gestiona con deseos; se gestiona con decisiones.
El debate real no es si el torniquete es feo. El debate es por qué necesitamos torniquetes. Y ahí aparece la palabra que nadie quiere pronunciar en voz alta: valores. Hay una crisis profunda de valores cívicos. Se mide todo por ideología, no por resultados. Se ataca el sistema por deporte y se ignora la solución por conveniencia. Así no se construye ciudad; así se administra el caos.
Qué ideal sería vivir en un país sin torniquetes, donde pagar el pasaje sea un acto voluntario y cotidiano. Donde nadie vigila porque todos cumplen. Pero hoy no estamos ahí. No por falta de infraestructura, sino por déficit de formación. De valores. De responsabilidad colectiva.
El camino es claro: reglas, consecuencias y pedagogía. Primero el orden, luego el amor por el sistema. Porque una ciudad que justifica la trampa termina castigando a los honestos. Y ese sí es el peor negocio para Bogotá.
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