Colombia se juega en 2026 algo más que un cambio de gobiernos: se juega la calidad de sus instituciones. Podemos tener presidentes brillantes, planes ambiciosos y diagnósticos acertados, pero sin un Congreso capaz de tramitar reformas sensatas, controlar al poder y legislar con visión de largo plazo, la democracia se vuelve ruido, no progreso. La historia reciente lo demuestra —cuando el Congreso funciona como escenario de transacción inmediata, captura de intereses o producción legislativa sin análisis, el país avanza poco, gasta demasiado y profundiza sus conflictos. Por eso urge recuperar su rol original: ser el corazón del debate democrático.
Primero, el Congreso debe volver a ser el centro del debate público y programático. El lugar donde se confrontan ideas con altura, no trincheras donde se profundizan odios. Un Congreso deliberativo es el que defiende posiciones, argumenta, persuade y construye desde el desacuerdo. La polarización ha sustituido la política por el grito moralizante. Urge restaurar la conversación democrática donde las mayorías se construyen con razones y no con ruido; donde la palabra vuelva a tener poder para abrir caminos y no para cerrarlos. Colombia no necesita unanimidad, necesita acuerdos mínimos para avanzar. Y esos acuerdos solo nacen donde existen instituciones capaces de soportar la diferencia: el Congreso.
Segundo, el país necesita un Congreso que legisle con evidencia. En una economía con bajo crecimiento, informalidad crónica y un Estado fiscalmente presionado, cada ley debe pasar un examen serio: ¿Cuánto cuesta? ¿A quién beneficia? ¿Quién paga? ¿Dónde se concentra el impacto? Hoy la creación de normas rara vez incorpora estudios de costo-beneficio, impactos diferenciales en regiones o efectos esperados en productividad. La Oficina de Asistencia Técnica del Congreso —creada pero aún insuficiente y sin operar— debe convertirse en un centro permanente de análisis económico-jurídico independiente, similar a las oficinas presupuestales legislativas en democracias consolidadas. Las leyes necesitan memoria técnica, no solo intención política.
Tercero, legislar es gobernar con consecuencias. Hay leyes simbólicas que no cambian nada y leyes mal diseñadas que destruyen empleos, inversión o servicios públicos. Un buen senador debe entender política pública: saber anticipar efectos indeseados e incluso los inesperados. El salario mínimo excesivamente alto excluye jóvenes; el exceso de trámites expulsa microempresas de la formalidad; subsidios mal focalizados se convierten en gasto ineficiente. Legislar con conocimiento es saber cuándo una ley transforma para bien y cuándo es mejor no legislar. A veces gobernar es permitir que el mercado y la sociedad civil resuelvan problemas sin intervención. La sobrerregulación, tan colombiana, debe dar paso a la regulación inteligente.
Cuarto, el Congreso es el núcleo del control político. No para bloquear gobiernos sino para mejorar las decisiones y evitar abusos de poder. Controlar no es perseguir; es garantizar transparencia, eficiencia y responsabilidad fiscal. Un Congreso pasivo permite que el Ejecutivo expanda el gasto sin sustentos, acumule poder y tome decisiones improvisadas que después pagan los ciudadanos. Un Congreso activo obliga a explicar, justifica y corrige. La descentralización, la inversión pública, la transición energética, la política social y la estabilidad macroeconómica requieren un Congreso que pregunte, cuestione y proponga.
Quinto, el Congreso debe ser guardián de las libertades. Su responsabilidad es proteger el pluralismo, la libre empresa, la competencia económica, la libertad de prensa, la independencia del Banco de la República y los derechos individuales. Una democracia liberal necesita pesos y contrapesos: un Estado que regule pero no asfixie, inversión privada que prospere sin privilegios, un ciudadano que pueda emprender sin pedir permiso a cien oficinas. El Congreso debe actualizar y depurar el marco legal —eliminar normas obsoletas, simplificar reglas, reducir costos regulatorios y crear un ambiente donde producir, innovar y trabajar sea más fácil que evadir o huir.
Colombia necesita un Congreso que piense a largo plazo. Capaz de procesar conflictos, construir acuerdos, medir impacto, corregir rumbos y defender libertades. El futuro no se juega solo en el Ejecutivo. Se juega en el Congreso que tengamos. Un Congreso débil hace gobiernos débiles. Un Congreso serio hace que los países crezcan, confíen y prosperen.
En 2026 no elegiremos solo personas. Elegiremos el tipo de democracia que queremos.
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