Según datos del Ministerio de Defensa, reportados en septiembre de 2025, se registraron 199 atentados terroristas hasta esa fecha, con un saldo de 133 uniformados muertos y 523 heridos. Otros análisis, como el del Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos, indican cifras altas en meses específicos; por ejemplo, 174 atentados en julio y agosto, cada uno, lo que sugiere que el total anual podría llegar a 400 incidentes, o más.
Pero ¿qué significado tiene esta serie de actos violentos? Si, como ha dicho David Moss, “el poder para establecer el significado simbólico del acto violento es tan crucial como la capacidad de llevar a cabo el acto mismo”, ¿qué mensaje —o qué relato— ha quedado en la percepción pública?
La violencia, como contenido de comunicación, como teatro de un drama sangriento, no es el recurso más confiable para transmitir un mensaje, porque la violencia incrementa el azar: afecta tanto a las víctimas como a los victimarios y termina formando sus propios relatos inesperados, o ningún relato, cuanto más común se vuelve.
Miremos, por ejemplo, el caso del asesinato de Miguel Uribe Turbay. Si los autores intelectuales buscaban transmitir algún significado simbólico, fracasaron por completo. Durante su larga agonía, la figura de Miguel generó una inmensa oleada de afecto y solidaridad ajena a cualquier contenido político: fue el asesinato de un buen hombre, no de un líder político. Así lo leyó la sociedad y, por eso, su “legado” se convirtió en una petición general de justicia, un asunto de poder moral, no un asunto ideológico. Esto, sin embargo, no lo entendió ni su propio partido.
La única consecuencia práctica fue negarle a una corriente política la posibilidad inmediata de competir por la presidencia con un candidato ganador. Y, de nuevo, los autores no contaron con que otra figura, inesperada, acabaría por aglutinar la tendencia política que buscaron socavar con ese crimen. Es decir, existían una narrativa social y un conjunto de expectativas que Miguel representó, pero que no le eran propias. Unos meses después de su muerte, no hay un movimiento que reivindique su figura, ni sus victimarios avanzaron en degradar la tendencia política que lo impulsó. No hay nada. Un acto criminal vacío de significado.
Hay acciones terroristas que sí logran implantar su significado simbólico. A partir del 28 de abril de 2021 y hasta julio de ese mismo año, se llevó a cabo una acción continuada de terrorismo de baja intensidad a la que llamaron “estallido social”: letalidad relativa y ataques selectivos, realizados de manera constante en el marco de manifestaciones y protestas. Este “estallido” logró transmitir un mensaje: el sistema no tiene legitimidad para gobernar; por lo tanto, es necesario un “cambio” hacia una nueva legitimidad, o la violencia continuará. Y así fue.
Esta acción violenta, dotada de sentido, creó el espacio político para el reemplazo de la democracia liberal —derrotada en las calles— por un modelo de gobernanza criminal legitimado mediante el terror.
No existe algo como una guerra contra el terrorismo. No se le declara la guerra a una táctica. Los aliados, durante la Segunda Guerra Mundial, no le declararon la guerra a la Blitzkrieg, sino a la Alemania nazi. Desde el punto de vista estratégico, es fundamental la comprensión de contra qué y contra quién se libra la guerra, y cuál es el aparato simbólico que ese actor —o actores— quiere implantar, y si está logrando sus objetivos.
El año 2025 nos ha mostrado un terrorismo vacío de sentido, dirigido al alcance de objetivos limitados y, muchas veces, sin propósito definido. Políticamente, la violencia ha sido dotada de contenido desde el gobierno e instrumentalizada como narrativa para negarle legitimidad a los opositores y excluir de la comunidad política a los ciudadanos que no lo apoyan, pero no posee suficiente capital simbólico para vencer.
Lo que sucede es, como dice David Apter: “La violencia es una gran oportunidad para contar historias. Genera desesperación y anhelos. La gente llega a pensar que solo soluciones drásticas pueden funcionar; que cualquier tipo de autoridad es mejor que ninguna; que el número disponible de futuros líderes escasea. Tales condiciones son terreno propicio para la gestación de cosmócratas con una visión que pretende la totalidad, aquellos capaces de crear con éxito su propio cosmos político o religioso, o ambos, y que, en ese contexto de incertidumbre, recogen mitos de una edad dorada y proyectan la lógica de un futuro milenario”.
Eso es lo que enfrentamos. De eso trata el significado del terror.
Jaime Arango
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