La Navidad en Colombia llega en presente con luces, natilla y villancicos, pero también con discursos reciclados. Diciembre huele a buñuelo y a promesa, a abrazo sincero y a foto calculada.
En esta tierra, la esperanza se sirve caliente y la política se cuela en cada mesa como si fuera parte del menú.
Esta Navidad puede ser rara, sí. Pero es el reflejo perfecto de lo que somos: un país que celebra mientras duda, que ama mientras reclama, que canta mientras critica.
Aquí el presidente parece loco para unos y visionario para otros; los alcaldes “luchan” por mejorar las ciudades; y los aspirantes empiezan la romería de micrófonos para ganar votos prometiendo que ahora sí, que esta vez sí, que con ellos todo cambia. Spoiler: es más de lo mismo. La misma película, distinto afiche.
Como dice Daniel Samper, el que aspire a terciarse la banda tricolor entra en modo reality show. Abrazar niños es obligatorio. Ponerse sombrero típico es requisito. Comer sancocho en plaza de mercado suma puntos. Foto con etnia indígena, dormir en casa humilde, posar en ruana, jugar fútbol, tomar chicha, rezar en iglesia, jugar tejo y meterse a un río: el decatlón del populismo criollo. Todo en presente, todo en vivo, todo para la cámara.
Y aquí es donde esta columna se vuelve rival. Rival del cinismo cómodo, rival del aplauso automático, rival de creer que el próximo salvador baja del cielo con barba y soluciones mágicas. Yo no compro ese cuento. Yo quiero gestión, no teatro; resultados, no selfies; soluciones, no slogans. En jerga empresarial: menos storytelling y más ejecución.
Pero Navidad también invita a ver el vaso medio lleno. Y yo lo veo. Yo deseo una ciudad mejor para todos. Yo imagino una Bogotá donde uno camina tranquilo, donde el político no llega a cambiar, sino a solucionar, donde la burocracia no frena y las promesas sí se cumplen. Esta ciudad tiene potencial de potencia, de “startup urbana” que compite en 2030 con las grandes del mundo. Soñar no cuesta nada, pero planear sí exige.
Yo deseo una Colombia que no le teme al progreso, que apuesta por alianzas, que se arriesga, que escoge bien. Un país que entiende que descansar también es progreso, como ese muchacho que solo espera diciembre para bajarle al ruido del año y volver a empezar. Aquí no pedimos milagros: pedimos liderazgo con cabeza fría y corazón firme.
Y me pongo íntimo. Yo deseo que la familia siga, que el amor continúe, que las oportunidades florezcan. Porque sin eso no hay PIB que valga, ni discurso que aguante. Esta Navidad es de aprendizajes, sí, pero también de cosas chéveres, de risas que curan y de abrazos que recargan.
Así que brindo en presente por Bogotá, por Colombia y por el progreso. Pero no el de tarima, sino el que se construye todos los días, sin luces, sin coro, sin cámara. Ese es el que vale. Y ese, queridos lectores, es el único regalo que no debería quedarse debajo del árbol.
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