Uno de los mensajes que se ha repetido hasta convertirse en verdad es que uno de los grandes problemas de ejecución de este gobierno se debe a que la izquierda carece de experiencia. Este argumento es lo que en lógica se conoce como argumento inválido o falaz. Es decir, pese a que las dos premisas son ciertas: el gobierno Petro tiene problemas de ejecución, y la izquierda no ha tenido experiencia (o muy poca) en el gobierno nacional, no se puede inferir que todo problema de ejecución se deriva de la falta de experiencia y que, por tanto, la baja ejecución es a la izquierda casi como connatural al no haber tenido suficiente tiempo en el gobierno.
Otros ejemplos de argumentos falaces en la política trajeron serias consecuencias a la democracia latinoamericana, incluyendo el ascenso de políticos anti-derechos como Milei y Bukele. Y antes de que algunos de mis lectores me acusen de ligereza en la calificación, los propios Milei y Bukele se han manifestado en contra de agendas de ampliación de derechos y de la propia responsabilidad de los Estados en el cumplimiento de los Derechos Humanos. Me voy a detener en el argumento de la baja ejecución del primer año y medio de gobierno y sus aparentes causas.
Es verdad que la izquierda no tiene experiencia de una o dos décadas gobernando. De hecho, la mayoría de esta se ha dado en Bogotá y en algunas experiencias regionales de gobiernos con amplias inversiones sociales y en bienes públicos y no adscritos a los gobiernos o partidos políticos tradicionales. Pero valiéndonos del principio de auto-adscripción, tan importante para definir la identidad de cualquier persona, personas pertenecientes a movimientos políticos de izquierda no han estado más que en pocos cargos de elección popular. ¿Y tiene la culpa la izquierda de haber sido sistemáticamente excluida del régimen político, e incluso del empleo público?
Aquí está la conclusión falsa. Si el mercado del empleo en el Estado fuera abierto a cualquier persona con capacidad para ejercer una función específica, vaya y venga. Acusémoslos. Pero el mercado del empleo público en Colombia es cerrado y clientelista, además de inestable y de distribución ineficiente. Para que me entiendan, la relación en el Estado es de un 30% funcionarios, 70% contratistas. Dentro de los funcionarios también se encuentran las plantas temporales, compuestas por aquellas personas que sudan frío cada elección porque van a perder su empleo si su político pierde. Podemos decir misa, pero este mercado es tóxico y lleno de incentivos perversos.
Entonces, en realidad, la acusación no se refiere a la falta de técnica, sino al mero hecho de que la izquierda no ha tenido la capacidad de orientar la clientela a su favor. Y en un mercado tan perverso como este, de cada diez personas que trabajan en el Estado, siete le deben su puesto, su estabilidad y su vida entera a un político. Puede ser, como ocurre en ocasiones, que sean personas tan excepcionales que logren convertirse en indispensables, pero no es lo usual. Es una excepción que no se puede confundir con la regla.
Pero, además, hay un ingrediente más en la encrucijada. El liberalismo que ha traído tantas ventajas a la humanidad – incluyendo la defensa acérrima de la libertad y la democracia – tuvo una distorsión sustancial en Colombia, de la mano del clientelismo. Un mismo modelo – funcional hasta cierto punto en las grandes ciudades – fue la destrucción de toda posibilidad de equidad en las regiones más apartadas o simplemente en municipios pequeños. La ejecución de cualquier plan, programa y proyecto se tiene que contratar con un mercado pequeño, cómodo y, hay que decirlo, bastante corrupto. Si el objetivo era que el sector privado entrara a suplir la ineficiencia y corrupción estatal, fracasamos en el intento. Hoy, por ejemplo, a una alcaldía le es imposible hacer una carretera si no cuenta con un congresista intermediario que probablemente le diga cómo y con quién contratar. Somos nosotros, con nuestro dinero, los que pagamos ostentosas campañas políticas, a cambio de migajas y proyectitos sin mayor impacto.
Le tengo críticas al gobierno del presidente Petro. Las he manifestado. Pero en esto, entiendo al presidente. Algunas voces reclaman que haga un pacto nacional con fuerzas políticas que no pactan, chantajean. Es decir, que su rol en el pacto no depende de educadas conversaciones intelectuales sobre el tamaño del Estado. Simplemente de que les conserven el poder de la clientela, que es un poder al final corrupto. Hay una parte de la ejecución, y esto lo sostengo con plena confianza, que se ha retrasado porque a muchos sectores de gobierno no les falta experiencia técnica, sino experiencia manejando oscuros mecanismos de contratación. Lo paradójico es que entre mejor quieran hacer las cosas, entre más limpias salgan las licitaciones y convocatorias, más desiertas se van a quedar. Por eso celebro que el presidente Petro se haya reunido con los empresarios, que generan empleo y con los que probablemente se pueda tener una conversación auténtica sobre un pacto nacional. Mucho mejor eso, que un pacto de contratistas sin valor agregado.
Laura Bonilla