Cuando se rompió el pacto entre el soberano y el pueblo, el pueblo pasó a ser soberano, pero el pueblo no es un cuerpo místico absoluto. Si el rey no es soberano, el pueblo no es tampoco un poder supremo, unitario e indivisible, como ya en el siglo XVI había definido Jean Bodin la soberanía. No existe una “voluntad general” y, además, la delegación de la soberanía, que se supone inalienable, es precisamente pérdida de esa soberanía. De ahí que, por definición, el sistema liberal esté siempre determinado por un déficit de legitimidad. Por eso la dinámica de las democracias es la de estar permanentemente legitimándose. Esto no es un defecto, es su naturaleza, dada la precariedad de su mito fundacional. Se podría argumentar que la democracia se relegitima en cada elección, pero no es cierto: incluso puede perder legitimidad en cada elección, hasta el punto de que en una de ellas no se elija a la democracia misma.
El déficit de legitimidad se ha tornado cada vez más agudo en la medida en que la lucha política se transformó en guerra moral. Las campañas políticas ya no se basan en causas, sino en negar al oponente la legitimidad para gobernar; los candidatos asumen el papel de guerreros contra el mal. Esto, visto de una manera simple, significa que si cada mitad ve el mal en la otra, si lo define como inmoral e incivil, entonces la totalidad de la sociedad percibe al sistema como inmoral e incivil, con lo cual la competencia electoral juega contra la legitimidad de la democracia. Sin embargo, también se ha creado un lenguaje común, un relato cultural compartido que subyace a la política, mediante el cual cada individuo se considera soberano y sujeto de derechos inalienables, una conversación en la cual la sociedad se define como superior moralmente a sus gobernantes y, con ello, es la comunidad política la que legitima al sistema desde la cultura. Para sustituir a la democracia es necesario ponerle fin a esa conversación: demostrar que los ciudadanos son criminales, que la soberanía popular requiere un “nuevo pueblo”, o que el pueblo verdadero ha sido sustituido y hay que recuperarlo.
El desafío más importante en la búsqueda permanente de legitimidad es la violencia. En las vísperas de las guerras del Peloponeso, los atenienses, frente al consejo gobernante de Esparta, argumentaron que los motivos que impulsan a los pueblos a la guerra son tres: miedo, honor e interés. Esto es conocido por los estrategas como la tríada de Tucídides. Cuando las democracias enfrentan la guerra, interna o externa, las elites gobernantes lo hacen desde el miedo o el interés; sin embargo, cuando en Colombia se forzó a la democracia a aceptar la derrota frente a las FARC, en el marco de los llamados acuerdos de La Habana, la voluntad popular no lo aceptó porque difería del enfoque estratégico de los políticos que llegaron a ese acuerdo impulsados por el miedo. Creían que la sociedad combatía por miedo, cuando en realidad era una guerra por el honor, y el resultado fue la deshonra, no la paz, y con ello arrastraron a la democracia al mayor déficit de legitimidad desde los pactos del 91. De ese desastre saldrían después el “estallido social” y el gobierno del Pacto Histórico, con su pretensión explícita de eliminar la democracia atacando permanentemente cualquier forma de legitimidad restante.
Sin embargo, persiste la gran conversación social sobre la moral y la vigencia de la ley. Los datos estadísticos arrojan que por lo menos una tercera parte de la sociedad ya no reconoce la legitimidad del sistema y está buscando una representación reivindicativa por fuera de la democracia; este dato es alarmante, pero a la vez indica que la mayoría reconoce en el sistema legitimidad y valor moral. La recomposición del poder que se está desarrollando es una oportunidad para que un movimiento popular relegitime el sistema y dé una nueva forma a la soberanía, siempre parcial, siempre dramática, del pueblo.
Jaime Arango
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