De aquí es difícil que tengamos vuelta atrás. Los liderazgos políticos que en el mundo tienen mayor votación están muy lejos de los estadistas moderados y reflexivos que el pequeño sector de la sociedad, en el que me incluyo, extrañamos. La identidad política es hoy también una forma de consumo cultural, amplificada por el sesgo de confirmación presente en las redes virtuales y reales. Por eso el diálogo es lo más difícil de promover hoy.
El apocalipsis parece ser mucho más rentable. El miedo y la identidad son la combinación ganadora utilizada por figuras como Trump, Milei, Bukele y Bolsonaro, pero también por Ortega, Chávez y Maduro. En medio de todo esto, los derechos humanos se convierten en la carta favorita a sacrificar en aras de un bien mayor etéreo, al mismo tiempo que siempre estamos al borde del apocalipsis, liderado, por supuesto, por ‘los otros’, amenazando con arrasar incluso lo poco que nos queda. En este contexto, las ciudadanías globales se encuentran luchando por adquirir una identidad y determinar hasta qué punto son ‘coherentes’ con ella. De esta manera, nos encontramos viendo a antiimperialistas de izquierda apoyando a Putin y a otrora institucionalistas alabando a Milei. O progresistas entendiendo a Netanyahu.
Cada una de nosotras hacemos un salto de fe en situaciones tan complejas como el conflicto en Medio Oriente, donde es totalmente cierto que Hamás a la cabeza de Ismail Haniyeh ha asesinado indiscriminadamente civiles inocentes y que el Estado de Israel de Benjamín Netanyahu ha cometido uno de los peores crímenes de guerra del que la humanidad pueda tener memoria, de forma tan cínica que incluso pone la responsabilidad no en uno de los ejércitos más poderosos del mundo, sino en mujeres y niños que no fueron capaces de “controlar” sus propios radicales. Y sí. Por décadas Israel ha jugado la carta de miedo + identidad, anunciando el apocalipsis para justificar el trato desigual y cruel a los civiles en Gaza, burlando sin empacho las resoluciones de Naciones Unidas.
Todo esto para decir que Gustavo Petro no es el único presidente metido en esta encrucijada, pero sí es uno de los pocos que ha intentado convertir la tragedia en algo sobre sí mismo. Característica muy propia de la megalomanía y si se quiere del mesianismo, pero lejos del apocalipsis. Reprochable en cualquier caso la banalización de la situación de las víctimas israelíes, loable el apoyo a Gaza y mal manejada la diplomacia. Todo es cierto. Pero lo que es completamente falso es que Petro sea el primer presidente en manejar de forma arbitraria e irresponsable la diplomacia, con graves consecuencias para Colombia. Eso ya lo había hecho Iván Duque con Venezuela y las consecuencias fueron dramáticas en la economía y la seguridad. No dolió tanto porque no retó de la misma forma la identidad colectiva. Era más fácil condenar a Venezuela que a Israel, por supuesto.
Mi miedo – que también me habita – es que estoy viendo a demasiados humanistas, liberales y gentes demócratas promoviendo la narrativa del apocalipsis petrista. “La horrible noche, le están llamando”. Son conscientes mis colegas, muchos de los cuáles aprecio profundamente, ¿de las consecuencias de esto? ¿se han detenido por un momento a pensar si tal vez ese sentimiento de temor y pánico en muchos casos es más un rechazo a la personalidad del presidente que a una situación de crisis institucional? No será, tal vez y sólo tal vez, ¿que en el fondo consideran que es justo que la izquierda tenga una especie de castigo colectivo por todas las veces que llamó a la indignación colectiva en gobiernos anteriores?
Mi miedo personal es que ese lugar político en el mundo, tan necesario que es el humanismo, la defensa de los Derechos Humanos y la democracia, con todos sus defectos, se quede solo y vacío, subsumido por completo por las luchas identitarias, que ni siquiera saben exactamente qué es lo que están defendiendo porque al parecer nos negamos cada vez más a la evidencia, si ésta nos contradice el sesgo.
La guerra y la violencia siempre necesitan que la gente esté dispuesta a negar su lado más humano y compasivo. Abandonar el entendimiento y la empatía. Confiar ciegamente en los megalómanos. Y de eso sí que sabemos en Colombia. A mi tampoco me gustan los trinos del presidente, tal vez porque nunca he sido apasionada de las grandes personalidades. Un sesgo de mi propio entendimiento del mundo. Me preocupan las consecuencias de la bravuconería diplomática, pero también me angustié profundamente cuando lo hacía Iván Duque. Creo profundamente que se necesita calmar las aguas y apelar al entendimiento y la diplomacia, más que hacerles la corte a los egos de cancilleres y líderes políticos. Pero no me voy a comprar el discurso apocalíptico y malsano que no está conduciendo a otra cosa más que a profundizar la fuerza de los antidemócratas. Prefiero seguir consciente e ingenuamente tratando de que se haga realidad un acuerdo nacional.