Colombia no tiene un problema menor de gasto público. Tiene un problema serio de efectividad del gasto. Durante años hemos discutido cuánto gastar, en qué sectores y con qué fuentes de financiamiento, pero hemos prestado menos atención a una pregunta clave: ¿qué resultados concretos estamos logrando con cada peso público?
Ahí es donde los pagos por resultados se convierten en una herramienta indispensable para mejorar la eficiencia, la efectividad y la credibilidad del Estado.
El principio es simple pero poderoso: el Estado no paga por insumos, trámites o actividades, sino por resultados verificables. No se financian procesos, se financian logros. No se premia el cumplimiento formal, se recompensa el impacto real sobre las personas.
Este enfoque rompe con una inercia histórica de la gestión pública en Colombia: programas que ejecutan presupuestos completos, cumplen metas administrativas, pero no transforman la realidad que dicen atender. Escuelas que se construyen sin mejorar aprendizajes. Programas sociales que gastan miles de millones sin reducir pobreza. Intervenciones que sobreviven por costumbre, no por evidencia.
Los pagos por resultados obligan a cambiar esa lógica. Introducen disciplina, incentivos correctos y una cultura de evaluación. Exigen definir desde el inicio qué se quiere lograr, cómo se medirá y quién asume el riesgo si los resultados no se alcanzan. En otras palabras, obligan al Estado a comportarse de manera más estratégica.
Colombia no parte de cero. Durante mi paso por el Departamento Nacional de Planeación impulsamos decididamente este enfoque y logramos que el país adoptara una política pública de pagos por resultados, plasmada en un documento CONPES que sentó las bases técnicas, institucionales y operativas para su implementación. No fue un ejercicio teórico. Fue el resultado de pilotos concretos, aprendizaje internacional y trabajo con entidades territoriales y sectores sociales.
Los beneficios son claros. Primero, mejoran la eficiencia del gasto, porque reducen el despilfarro asociado a programas que no funcionan. Segundo, mejoran la efectividad, porque alinean a ejecutores, operadores y entidades públicas alrededor de objetivos comunes. Tercero, fortalecen la transparencia, porque los resultados son medibles y verificables por terceros. Y cuarto, restauran confianza, un activo escaso pero esencial para la gobernabilidad y la inversión.
Además, los pagos por resultados permiten algo fundamental en un contexto fiscal estrecho: hacer más con los mismos recursos. No requieren necesariamente más presupuesto, sino mejores reglas de uso. En tiempos de déficit fiscal, esta no es una opción ideológica; es una necesidad práctica.
Por supuesto, no son una varita mágica. Requieren buena información, sistemas de monitoreo robustos, capacidad técnica y una cultura institucional que tolere la evaluación y el aprendizaje. También exigen liderazgo político para cerrar programas que no funcionan y escalar los que sí. Pero precisamente por eso son tan valiosos: fuerzan al Estado a madurar.
En países como el Reino Unido, Australia o Chile, los pagos por resultados se han utilizado para mejorar políticas de empleo, educación, primera infancia y reducción de reincidencia criminal. No sustituyen al Estado. Lo hacen funcionar mejor.
En Colombia, el reto no es conceptual, es de implementación. Tenemos el marco, la experiencia y los instrumentos. Falta decisión para generalizarlos, integrarlos al presupuesto y protegerlos de la tentación de volver al gasto inercial y simbólico.
Si queremos un Estado más efectivo, más creíble y más justo, debemos dejar de medir el éxito por cuánto se gasta y empezar a medirlo por qué se logra. Pagar por resultados no es solo tecnocracia. Es respeto por los ciudadanos y por los recursos públicos.
En un país con tantas necesidades y tan poco margen fiscal, gastar mejor no es una consigna. Es una obligación.
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