Este pasado 11 de septiembre se conmemoraron cincuenta años del horroroso golpe de Estado al Gobierno de Salvador Allende, en Chile. Este hecho, no solo significó la muerte del presidente de los chilenos —oficialmente, un “digno” suicidio, en medio de teorías alternas de asesinato—, sino, el comienzo de un terror inimaginable para miles de personas y familias que sucumbieron ante la dictadura de Pinochet, que padecieron sus torturas, cuyas vidas fueron tomadas sin el más mínimo respeto por los derechos humanos. Por supuesto, además de lo anterior, se perdió el valor fundamental de la democracia para el país austral y, como si fuera poco esta tragedia, fue pieza estructural de la macabra ‘Operación Cóndor’, que creó un bloque en el cono sur de nuestro continente, en donde nadie que tuviera ideas distintas al régimen imperante, pudiera escapar.
Bueno, esta pequeña narración de ese episodio tan difícil de nuestra historia latinoamericana debería dejarnos lecciones que no permitan que algo semejante pueda pasar de nuevo, algo tan lesivo para la dignidad y existencia humana. Creo que los actos conmemorativos y la presencia de varios jefes de Estado en Santiago de Chile, recordando el golpe, es un statment político que debe ir más allá de la actual coyuntura de Gobiernos de izquierda, y perseverar en el empeño de la región de no olvidar semejante tragedia. Desafortunadamente, en nuestro propio vecindario existen aún ejemplos en donde la democracia y sus derechos están seriamente amenazada, si es que no perdida por completo, lo que nos deja en un escenario contradictorio y —hay que decirlo—, frustrante e indignante.
Ahora, luego del incuestionable deploro que merece el golpe militar a Allende —sin ningún atenuante— parece singular encontrar algunas semejanzas entre las intenciones del gobierno Petro —es difícil darles la connotación de políticas, aún— y el programa de gobierno del inmolado Allende. Empecemos por el agro. La Unidad Popular —coalición política que llevó a Allende, y la izquierda, al poder por medio de las urnas— profundizó con gran ahínco la repartición de tierras mediante expropiaciones forzadas, con y sin compensación de los otrora latifundistas; sin embargo, más allá de la legalidad de las acciones gubernamentales, en algunas regiones, este proyecto político fue tomado por mano propia por ciertos grupos campesinos y civiles, invadiendo predios, lo que dio lugar a un conflicto social violento, esto es, micro guerras civiles entre ciudadanos que defendían sus intereses por la tierra, sea heredada o sea reclamada —¿suena familiar para nosotros por estos días? —. Por su parte, el gobierno Petro comenzó por un acuerdo histórico —sin ironías ni histrionismos— con los ganaderos para la compra de más de tres millones de hectáreas —que se ha diluido en la operativización luego del anuncio—, entregado una pequeña cantidad de tierras confiscadas a los narcos y ha coqueteado con la figura de la expropiación.
Pasemos a la educación. Allende pretendía darle vida a la ´Escuela Nacional Unificada (ENU)´, como un gran instituto de educación Estatal, a través del cual se educara a la mayoría de la población, por supuesto, haciendo énfasis en las áreas vulnerables. Por su parte, en medio del debate que comienza sobre la reforma Estatutaria a la educación presentada al Congreso por el Presidente Petro, su gobierno busca una expansión de la educación posmedia y superior, a través del Estado, soslayando en cierta medida el papel de la educación privada. Hay que decirlo, el programa del ENU estaba enfocado en educación básica-media y el de Petro, en educación superior.
Otro punto compartido por ambos, algo más sutil — y que, creo, debe manejarse con mucho cuidado— es el relacionado con las fuerzas militares. Para simplificar esto, ambos coinciden en la “democratización” de la carrera militar, flexibilizando el proceso para el ascenso en la cadena de mando, buscando que haya una rápida sucesión de las cúpulas formadas por entre la doctrina burocrática militar, en favor de personas con una formación más “fresca” y libre de esto.
Hablemos ahora de un ámbito algo más abstracto: el llamado “poder popular”, algo que está en directa relación con la materialización democrática. Aquí, las similitudes son mucho más evidentes. El programa de Allende contemplaba los Comités de Unidad Popular y los Consejos Comunales Campesinos, como mecanismos de acción directa de las comunidades sobre la gobernanza de sus territorios, sin embargo, su implementación real fue poco efectiva y la retórica le ganó a la gerencia, una vez más. Por estos lados, el Presidente Petro ha hablado varias veces sobre la creación de “Asambleas Populares”, aparatos extraños a nuestro orden jurídico.
Finalmente, en la dimensión económica, Allende impulsaba la transición hacia un modelo francamente socialista, con la instauración de “áreas económicas”, comenzando por una grande Estatal —área de prosperidad social—, catalizando la expropiación de múltiples empresas privadas, lo que, junto con todo lo anterior, incrementó enormemente el gasto social más allá de las capacidades fiscales de Chile, compensado con una espantosa emisión de dinero que, por supuesto, llevaría a una hiperinflación y sería uno de los gatillos de su trágico final. Si bien es cierto, el Presidente Petro juega dentro del capitalismo —deja una extraña sensación su confusa disertación en meses pasados, en Alemania, sobre la caída del Muro de Berlín—, comparte la visión de un aparato del Estado cada vez más grande, que jalone el crecimiento económico, presionando fuertemente a la regla fiscal.
Así pues, más allá de esta corta radiografía, encuentro pertinente hacer algunas reflexiones. Por un lado, es cierto que el o los modelos económicos neoliberales, no han podido dar completa respuesta a la pobreza y desigualdades de nuestros países latinoamericanos, sin embargo, es igualmente cierto que la vía chilena al socialismo parecía haber sido un estruendoso fracaso ya antes del estruendo de las bombas sobre la Moneda. Por otro lado, el mundo de hoy es mucho más dinámico, interconectado, diverso de pensamiento y expresiones individuales y colectivas. Hay que reconocer que Colombia necesita —y lo expresó en las pasadas elecciones— transformaciones sociales, al campo, a la educación, a la salud; hay que admitir, también, que es imperativo ser un país más justo y equitativo. Sin embargo, me cuesta trabajo imaginar que fórmulas de hace medio siglo puedan simplemente aterrizar al año 2023. Yo prefiero imaginar una tercera vía para impulsar la innovación social, en donde el Estado tenga un rol modulador, coordinador e impulsor del sector privado, garantizando plenamente los derechos fundamentales y superando las necesidades básicas insatisfechas con extrema eficiencia en el gasto, fomentando la prosperidad a través de una explosión de iniciativas diversas, productivas, de valor. Para ello, hay que superar la visión asistencialista de subsidios sin generación de capacidad humana y movernos hacia un nuevo tejido social, que promueva la diversidad de emprendimientos individuales y colectivos. Espero que Colombia encuentre esa tercera vía y no se deje llevar por paradigmas fracasados, tanto de derecha, como de izquierda. Queda, pues, el llamado de estas líneas para que el debate nacional sobre las reformas logre diseñar esas alternativas. Queda la esperanza de una Colombia moderna, que por fin entre al siglo XXI y supere su violencia, que encuentre un proyecto común de largo plazo en el que todos quepamos y podamos desarrollar nuestro máximo potencial, sin depender exclusivamente de “la mano dadivosa de un gran hermano Estado.”