Precaución

Cuando Scrooge, medio animal, recibió la primera visita del fantasma de las cortes constitucionales futuras, estaba celebrando con su manada la llegada del fuego a su caverna, tras innumerables generaciones que habían buscado desentrañar el misterio de la llama. Con un sonido de tambores y gaitas de millo los múltiples seres de luz, imbricados maravillosamente en fríos destellos estelares, que contrastaban con el calorcito de los chisporroteos de la fogata, le hablaron. A él, Scrooge, el más bruto, que arrancaba en ese momento un mordisco al trozo de carne de algo, tal vez un ñamñam, que habían capturado entre muchos, algunos muertos en la faena. Nunca le había pasado nada así.

-Tienes el poder de cambiar la historia – le espetó la figura fantasmagórica con voz premuisca. -Piensa, ahora que empiezas a pensar que el fuego que has traído a tu caverna será la causa de inmenso sufrimiento para los de tu especie y del mundo entero (en una esquina acechaba un tal señor Dickens, preocupado por su propia existencia: temía lo peor). – Piensa – continuó la aparición, que de este fuego solo vendrán desgracias como las forjas que traerán espadas, calderas que torturarán el agua para convertirla en luz, civilizaciones que dependerán del gas ruso para no morir congeladas… (Ahí se perdió un poco Scrooge, llavaba pocos años vivo, de hecho, no viviría mucho y solo conocía la laguna helada del altiplano, eso sí, llena de buena comida que se podía asar). – ¡Piensa en el metaverso, en las innumerables guerras que seguirán si mantienes prendido el fuego! (Sonaron ciertas notas musicales en el fondo que le hicieron remover la cadera, sin saber tampoco por qué). – ¡Piensa y quédate quieto! – le gritaron los fantasmas, llegando a preocuparle un poco por primera vez.

– ¡Millones de seres como tú sufrirán lo indecible por tu causa! – tronó la voz cuando la escasa atención de Scrooge volvía a concentrarse en masticar ñamñam asado, asustándolo hasta el tuétano (el de él, por supuesto). – ¡Toda tu descendencia te maldecirá por el dolor causado! -. Ahí se atrevió a levantar y sostener la mirada y prometió, embelesado por la visión (y poder seguir comiendo en paz, tal vez), mantener viva esa memoria: con la grasa que escurría por su brazo rápidamente hizo un par de churumbelos marrones en la pared para trabajarlos al día siguiente. Dickens tomó nota del churo cósmico y también se prometió volver ¡atestiguaba un origen…!

– ¡Haz lo que debes hacer, Scrooge! ¡No te equivoques! – retumbó la aparición antes de extinguirse como hada madrina de película. Claro, Scrooge no conocía hadas, pero si había visto el rayo, y quedó medio pasmado. Acabó de comer pensando. Y pensó y pensó y pensó durante largos minutos y entendió todo de repente. Pensó escribir un libro sagrado. Pero recapacitó con su primer y último gesto de inteligencia proteica, y con valor y agallas (sus compañeros le miraban sospechosamente hacía rato) se paró, orinó en el fuego y lo apagó.

Dickens alcanzó a entrever entre la sombra las hachas de piedra iracundas que aplastaron el cráneo de Scrooge, quien murió satisfecho (y no tan prematuramente) por haber prevenido el sufrimiento, animal, de una humanidad que se desplegaba y un día, alcanzó a vislumbrarlo, causaría el calentamiento global. Al volver a su colonial Inglaterra en la máquina que le había prestado el Sr. Wells, le contó lo que había visto. Horrorizado, trató de introducir de nuevo las coordenadas del momento cavernícola para regresar al pasado, pero su gesto fue en vano, se desvaneció, inexistente: Scrooge, efectivamente, había cambiado la historia. Por precaución.