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Confidencial Noticias 2025


Cerramos esta columna del año 2025 analizando la alocución presidencial emitida desde un clima cálido cuidadosamente escenificado, donde el presidente Gustavo Petro vestido con guayabera a la usanza caribeña (evocando deliberadamente el realismo mágico de García Márquez), posando al lado de su hija y su ministro del trabajo, celebró con entusiasmo el decreto de aumento del salario mínimo cercano a dos millones de pesos. Este no solo exaltó su decisión como un triunfo histórico, sino que instó de manera insistente a replicarla en todas las redes sociales, bajo la premisa de que así se combatiría la desigualdad, se impulsaría la demanda y se generarían mayores ventas para enriquecer al pueblo, reiterando que “la inflación es, en esencia, una lucha por la distribución de la riqueza”.

Sin embargo, en la memoria de millones de colombianos —especialmente de quienes conservan memoria histórica— emergieron inevitablemente los anuncios realizados años atrás por el entonces dictador venezolano de izquierda, presidente Hugo Chávez, quien recurrió reiteradamente a incrementos salariales por decreto como símbolo político de justicia social, con consecuencias económicas nefastas y ampliamente conocidas.

El Gobierno sustentó su decretazo en las denominadas lecciones de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) sobre el concepto de Salario Mínimo Vital Familiar, en el marco de la Comisión de Concertación, dicho organismo expuso variables orientadoras (alimentación, vivienda, salud, educación y otros bienes esenciales) considerando el tamaño del núcleo familiar. Con base en dicha interpretación, el Ejecutivo decretó para 2026 un salario mínimo de $1.746.882 (sin el subsidio de transporte), equivalente a un incremento cercano al 23% frente a 2025, el más alto en la historia reciente, adoptado sin concertación con gremios empresariales ni organizaciones sindicales.

Pero las consecuencias de esta medida impositiva distan de ser favorables para la salud de la economía nacional en el corto plazo, toda vez que las presiones inflacionarias (superiores al 5,3%), sumadas a un aumento salarial desconectado de la productividad, evocan el precedente venezolano, donde los decretos salariales derivaron rápidamente en despidos masivos, destrucción de empleo formal y deterioro del poder adquisitivo.

Actualmente, la tasa de informalidad laboral en Colombia supera el 51%, en la medida que de los cerca de 24,3 millones de ocupados, apenas 2,4 millones reciben un salario mínimo, mientras más de 11,3 millones ganan menos de ese umbral, lo que evidencia que el salario mínimo no constituye el problema estructural del mercado laboral colombiano, pues el verdadero núcleo de la desigualdad es la informalidad persistente, que reproduce inequidad, precariedad e injusticia social.

Las proyecciones de expertos advierten que los costos laborales totales podrían incrementarse en más del 20%, a lo que se sumará la inflación prevista. Este choque recaerá, casi en su totalidad, sobre una economía empresarial frágil representada por un 96% del tejido productivo colombiano compuesta  por micro, pequeñas y medianas empresas, responsables de cerca del 90% del empleo nacional pero sin capacidad financiera para absorber aumentos salariales impuestos por decreto, lo que conllevaría una masacre laboral y un exterminio micro-empresarial.

Por otro lado, no menos importante y en términos políticos, el Gobierno intenta capitalizar un triunfo pírrico de cara al calendario electoral del 2026, estimando sumar el respaldo de los 2,4 millones de trabajadores formales beneficiados de su decretazo laboral.  No obstante, el efecto puede ser inverso si los despidos y el cierre de empresas terminan erosionando ese apoyo. Sumada a la insistencia en una propuesta constituyente, la estrategia podría desembocar (no en la consolidación de un modelo autoritario al estilo venezolano) sino en un escenario más cercano al caso chileno en cabeza del presidente de izquierda Gabriel Boric, cuya propuesta constitucional debió ser revertida tras el rechazo ciudadano.

Conviene recordar que en 2011 el gobierno de Hugo Chávez decretó un aumento del salario mínimo cercano al 30 %, generando una inflación del 27 % ese mismo año. Para 2013 ya rondaba el 56 %, y entre 2014 y 2016 alcanzó niveles de tres dígitos, dando inicio a una espiral hiperinflacionaria cuyos efectos persisten hasta hoy.

Resulta paradójico que el jefe del poder ejecutivo se vanaglorie de indicadores económicos supuestamente en ascenso y, al mismo tiempo, decrete una emergencia económica alegando el deterioro de las finanzas públicas. Cuando el salario mínimo crece muy por encima de la productividad laboral, los incrementos salariales superan la rentabilidad empresarial, obligando a trasladar los mayores costos al consumidor final. El resultado es mayor inflación, pérdida de poder adquisitivo y encarecimiento de la canasta familiar, lo que conduce al Banco de la República, en cumplimiento de su mandato constitucional, a elevar las tasas de interés, encareciendo aún más el crédito, los servicios financieros y la inversión productiva, en un contexto donde estas ya se ubican en niveles históricamente altos.

En definitiva, el problema no es la lucha por un salario digno, sino decretarlo como consigna política ignorando la realidad productiva del país. Colombia no puede construir justicia social sobre aumentos nominales desconectados de la productividad, la formalización laboral y la sostenibilidad empresarial. Así cuando el salario mínimo se convierte en herramienta electoral y no en resultado de una economía que crece y se formaliza, el desenlace no es igualdad, sino inflación, informalidad y frustración social. Por lo cual resaltamos que la experiencia venezolana no es un fantasma ideológico, sino una advertencia concreta que nos alerta sobre el decretazo del salario sin que lo respalde la economía, el cual  termina perdiendo valor más rápido de todo lo que firme el presidente en un papel.

Luis Fernando Ulloa

Luis Fernando Ulloa

Abogado y analista en política criminal

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