Viajar por tierra en Colombia es un experimento sociocultural de gran envergadura. Lo primero, es que cualquier recorrido está supeditado al potencial encuentro con el realismo mágico en su mayor esplendor. Puede uno encontrarse con campesinos cambiando a su ganado de potreros por la “principal” carretera del país, o comunidades quemando palos y bloqueando la vía para exigir que por fin les entreguen un acueducto que sirva y les lleve agua las 24 horas del día (valga la pena decir que esto es en municipios rodeados por ríos y ciénagas), nada raro que por el camino se encuentre una “chiva” varada y los incautos turistas esperando, sentados encima de sus morrales a que un buen samaritano les brinde una mano o mejor un espacio en su carro.
Todas estas escenas y muchas otras las ví al recorrer 788 km, que algún despistado lector o recién llegado extranjero puede pensar que fueron unas ocho o nueve horas de recorrido, pues en realidad no son menos de 16 y eso sin parar a dormir, comer o atender cualquier otra necesidad humana. Lo mejor es que al llegar, nos decimos unos a otros “uff nos fue súper bien… pensamos que sería más”.
A pesar de ello, la experiencia del turismo por carretera no tiene igual. Los paisajes son en sí una obra de arte en constante evolución con intensos colores verdes e inesperadas sorpresas naturales como cascadas, quebradas o montañas que parecen entablar conversaciones históricas. El encanto se fortalece cuando la naturaleza del destino se lleva el poco aliento que queda y cada atardecer es más intenso que el anterior.
Esos trayectos llenos de vida y colores conviven en medio de estrechas carreteras que son obligadas a pasar por la mitad de cuanto corregimiento o municipio se vaya acercando. La imposibilidad de separar la vida de barrio de la “gran vía principal” es una característica nacional. Motos y bicitaxis improvisados se cruzan en el camino, haciendo que la experiencia tome aún más colores y matices.
Para añadirle capas a la vivencia, se suman la precariedad de las vías que conectan los puertos con los principales centros urbanos de nuestro país, a las inexistentes redes férreas para el transporte de mercancías, haciendo que todo trayecto, además de los mágicos encuentros ya mencionados, esté marcado por el constante saludo de grandes tractomulas que hacen lo posible para sortear la geografía andina y sin ninguna mala intención frenan el recorrido, condenando a que el turismo viaje a 20 kilómetros por hora.
Así es viajar por Colombia, a pesar de ser una de las grandes esperanzas para nuestro crecimiento económico. Las estimaciones de la Dirección de Análisis Sectorial y Promoción del Viceministerio de Turismo son alentadoras y prevén que para este nuevo año habrá una completa recuperación del sector de alojamiento y servicios de comidas, proyectando un PIB cercano a los 37 billones de pesos, lo que sería un aumento significativo entre el 8% y el 14%, si se compara con los mismos valores del año 2019. La verdad que es sorprendente y lo único que deja claro es el incalculable valor que aún tiene por explorar nuestro país.
Es así, como llegar de vacaciones en Colombia deja una mezcla de emociones y sentimientos, por un lado, la felicidad de haber descansado y conocido lugares llenos de belleza, pero por el otro la tristeza de ver cómo le cuesta de trabajo a los locales reconocer el potencial que tienen en sus manos. Tiene uno la necesidad de entender porqué hemos ignorado el desarrollo de la infraestructura necesaria para conectarnos, avanzar y desarrollarnos. Siente uno la negligencia de todos, Estado y sociedad civil en general, que pareciera están esperando a que vengan otros a solucionar sus retrasos.
El turismo por tierra es fundamental para el desarrollo del sector en cualquier país, cualquiera lo puede hacer y en cualquier momento del año. Ojalá continúen llegando inversiones que lo aceleren y permitan que su crecimiento vaya a más de 20km por hora.
*Managing Partner
KREAB Colombia