Por: Juliana Uribe Villegas, CEO de Movilizatorio
Casi como si se tratara de un ‘reality’, hemos visto las primeras acciones de Elon Musk después de comprar Twitter. Primero despidió (por correo electrónico) al 50% de su fuerza laboral –unas 3.700 personas. Después, como reveló The Washington Post, el personal que se salvó del recorte recibió una comunicación en la que el nuevo CEO les invitaba a trabajar “muchas horas a gran intensidad” y llevar a la empresa a un nuevo nivel. Y luego vimos cómo, incluso, tuvo que recontratar a colaboradores que ya había despedido para calmar la tormenta que él mismo creó, que le valió insultos de su propio equipo en la sede de la empresa y que causó la renuncia voluntaria de 1.200 trabajadores más.
Todo esto fue acompañado de mensajes públicos del propio Musk, llenos de una ‘irreverencia’ cercana a la arrogancia de un hombre que siente –al menos esa es la impresión que da– que haber pagado 44.000 millones de dólares por la compañía le da derecho a casi todo. Más allá de que sus bandazos iniciales vayan a quedar como un ejemplo de cómo no empezar a liderar una empresa, la compra de Twitter y su afán por convertirla en un buen negocio, sí despierta una discusión mucho más profunda sobre los retos para el derecho a la información y cómo se consume contenido en esta red.
El ejemplo más claro, hasta ahora, ha estado en el servicio de Twitter Blue, lanzado por la nueva dirigencia y encargado de verificar cuentas a cambio de un pago de 8 dólares. Cientos de usuarios falsos pagaron el monto y se vieron ante la audiencia como cuentas creíbles que causaron estragos: La farmacéutica Eli Lilly tuvo pérdidas por 14 mil millones de dólares tras caer su cotización en bolsa como consecuencia de un trino que afirmaba que la insulina iba a ser gratis. Mario Bros apareció haciendo “pistola” en la supuesta cuenta de Nintendo y una falsa Nestlé señaló que robaba agua para después venderla.
Twitter canceló las cuentas impostoras y el servicio de Twitter Blue, pero el daño ya estaba hecho: más allá de las pérdidas económicas y reputacionales de las empresas afectadas, la supuesta verificación de la red perdió toda su seriedad.
Y no es un asunto menor. Ya sabíamos que con todo y los controles de la anterior administración de Twitter, como en las demás redes sociales, la desinformación ha sido una preocupación urgente de los últimos años y en nuestra región ha tenido un particular impacto. Según un estudio de 2020 de Kaspersky (multinacional de ciberseguridad), y de CORPA (consultora de estudios de mercado), el 70 % de la población latinoamericana no sabe distinguir entre noticias falsas y verdaderas, y Colombia es el segundo país de la región, después de Perú, en donde la gente más cree en noticias falsas (un 73 %).
En esa misma línea, está el trabajo que ha hecho Movilizatorio para entender cómo en Twitter se tratan temas como el proceso de paz, la migración venezolana, la protesta social, la corrupción, género, diversidad y medio ambiente. Nuestros estudios constatan que las conversaciones más polarizadas –pues no todas lo están– se dan en asuntos como la paz y la protesta, en los que prevalecen sentimientos de ansiedad y rabia, orquestadamente azuzados con noticias falsas y ‘bodegas’ que han encontrado el truco para convertir sus mensajes en tendencia en esta red.
El problema se amplía, además, cuando hay evidencia de que estos mecanismos han sido empleados para difundir discursos de odio y potencialmente peligrosos. Y vimos a Elon Musk, una vez más, lanzando en Twitter una encuesta para saber si valía la pena implantar una amnistía general a las cuentas suspendidas (incluida la de Donald Trump) en la red social –en buena medida por ser promotoras de este tipo de discursos– con la condición que “no hayan infringido la ley o enviado spam”. Esto ha abierto la puerta a que usuarios bloqueados por motivos como desinformación, racismo, machismo, xenofobia, homofobia, entre otros discursos discriminatorios, puedan volver a utilizar sus cuentas sin garantías de que no volverán a hacer lo mismo.
Y en este punto no se trata de limitar el derecho a la libertad de expresión ni mucho menos. Reducir la discusión al nivel de “cada quien es libre de decir lo que quiere” omite la complejidad que se esconde en el límite entre los derechos humanos y la posibilidad de opinar. Los derechos que como sociedad hemos conquistado están para ponernos en el plano de la igualdad, no para ser puestos en duda, por ejemplo, por ideas que parten de falsas jerarquías de unos individuos sobre otros, donde –casi siempre– el principal punto de encuentro es la discriminación y el desprecio por la diferecia.
De hecho, hoy es visible que el debate sobre la desinformación y los discursos de odio ha sido quizá el punto más flaco en la conversación de la democratización del acceso y la difusión de la información a través de internet. Su alcance se ha complicado por la imposibilidad de una verificación rigurosa general y la dependencia de la buena fe de un número incontrolable de usuarios. Por eso, todo el ruido causado por las acciones del nuevo dueño de Twitter hace pensar que, tal vez, los avances conseguidos en la materia pueden lucir muy débiles ante el afán de monetización y un par de golpes de opinión ‘marketineros’.
Así que mientras vemos la actual herida en la credibilidad de Twitter, no queda más que tratar de manera crítica los contenidos que consumimos, sin editores ni validadores que los filtren. Debemos ser conscientes de que podemos caer en burbujas en donde solo vemos un lado de la historia, que es importante seguir diferentes fuentes de información y no quedarnos a merced del algoritmo.
No obstante, de todo esto resulta algo positivo: la globalidad del fenómeno Musk-Twitter ha sido tan llamativo que su compra, sus intereses y prioridades hoy son evidentes frente a las audiencias. Saberlo, al menos, es una señal sana que sería bueno trasladar a los medios de comunicación y liderazgos de opinión locales, en los que podemos tener muy claro quiénes son los que hablan e informan, pero no necesariamente con qué intereses lo hacen.