El DANE reportó que el desempleo cayó a 8,2 %, el nivel más bajo para un mes de septiembre en casi un cuarto de siglo. A primera vista es una buena noticia, pero basta mirar un poco más allá del titular para encontrar una realidad menos alentadora: la caída del desempleo convive con una informalidad que supera el 55 %, un autoempleo creciente y una proliferación de micronegocios de subsistencia. El mercado laboral se está moviendo, sí, pero en la dirección equivocada. De los nuevos empleos creados, 75% fueron en la informalidad. En Colombia la regulación laboral —con un salario mínimo equivalente al 92 % del salario mediano— empuja a millones hacia esquemas precarios. El resultado es la profundización de la exclusión del mercado laboral formal.
Es importante recordar que el desempleo solo mide a quienes buscan trabajo activamente. Si alguien deja de buscar empleo y termina vendiendo minutos, manejando una moto, montando un catálogo o abriendo un micronegocio para sobrevivir, ya no aparece como “desempleado”. Pero eso no lo convierte en parte del mercado laboral formal. Por eso, la informalidad es el verdadero termómetro del bienestar laboral, y ese termómetro sigue marcando fiebre. La pregunta relevante no es si el desempleo bajó; es si Colombia está creando trabajos formales, productivos y con protección social. Y la respuesta, por ahora, es no.
El mercado laboral colombiano está atrapado entre una economía que no genera suficientes empleos productivos al estar principalmente representado por micronegocios y pequeñas empresas que no crecen, y un sistema educativo desconectado de las necesidades del sector. La productividad lleva una década estancada, la inversión privada se desaceleró durante estos últimos 3 años, y la reindustrialización se quedó en discursos. A la vez, producimos profesionales que la economía no demanda, mientras miles de vacantes técnicas quedan sin cubrir. El 44 % de las empresas reporta dificultades para encontrar perfiles técnicos o tecnológicos, mientras jóvenes sin educación superior enfrentan barreras enormes para insertarse en el mundo laboral. El resultado es un círculo vicioso: la oferta laboral no calza con la demanda, y quienes no logran encajar terminan en la informalidad y creando pequeños negocios de subsistencia.
La salida está en modificar la regulación del mercado laboral para lograr mayor inclusión, y fortalecer la formación técnica, tecnológica, dual y modular. La evidencia internacional muestra que los países que han logrado cerrar brechas de productividad y empleo lo han hecho articulando sistemas educativos y productivos. Colombia tiene las piezas, pero no las ha conectado. La formación dual, que combina aprendizaje en aula y en empresa, permite que los jóvenes desarrollen habilidades pertinentes desde el primer día; Alemania, Suiza y Corea lo confirman. Los ciclos cortos —programas de 6 a 18 meses enfocados en competencias específicas— permiten reentrenar trabajadores rápidamente en sectores con alta demanda, como manufactura avanzada, logística, programación, energías renovables, servicios empresariales y economía digital. La certificación de competencias, por su parte, reconoce aprendizajes previos y abre puertas a quienes han trabajado toda su vida por fuera del sistema formal. Pero nada de esto despegará sin un sistema de formación alineado a las apuestas productivas del país: clusters regionales, vocaciones territoriales, cadenas de valor y oportunidades de nearshoring.
El dato de desempleo bajo es una invitación a mirar con lupa el tipo de empleos que se están creando. Si Colombia quiere reducir la exclusión laboral hay que generar empleos formales, productivos y de calidad. Ese camino pasa por construir un sistema de formación dual y modular que conecte a los trabajadores con las oportunidades del mercado y flexibilizar las normas del mercado laboral y del sistema de protección social. De lo contrario, el desempleo puede que baje, pero la exclusión continuará creciendo.
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