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Por: Sandra Forero Ramírez

Arquitecta y urbanista

Desde la joven concepción de planificación territorial que tiene nuestro país, se ha venido discutiendo la importancia de los Planes de Ordenamiento Territorial para el desarrollo social, económico y ambiental de nuestras ciudades. Los POT son la base de la transformación física del territorio y quizás uno de los mayores instrumentos para la generación de bienestar de la población y la construcción de una visión conjunta, armónica y clara de nuestras urbes. No obstante, como todos los planes, el mejor Plan de Ordenamiento Territorial es el que se logra ejecutar y el que, en mayor medida, logra recoger la suma de realidades físicas, económicas y sociales, y los plasma en objetivos que se puedan llevar de manera tangible al territorio.

Desde la administración pública, sacar adelante un POT no es una tarea fácil. La divergencia de intereses y visiones se sobreponen en la necesidad de contar con un ámbito regulatorio que genere certeza jurídica para las inversiones públicas y privadas, y en el que exista una continua y legítima conversación con todos los actores para que eso que se planea sea una hoja de ruta clara y una guía de ciudad. Pero lo que no puede pasar es que un POT se convierta en el logro tecnocrático de un grupo de “gurúes” que por imposición ideológica, académica o política suponen verdades que la tinta y el papel validan sin ninguna legitimidad y sin efectos en el territorio.

Hoy nuestra querida Bogotá está bajo la guía de un POT de papel que,  saltándose todos los procesos de debate y consenso, en 8 libros, 608 artículos, 7 anexos técnicos y más de 21 decretos, circulares, resoluciones y manuales hacen prácticamente imposible intervenir la ciudad para su desarrollo formal y en el que expedir una licencia urbanística queda inmerso en una maraña de disposiciones de toda índole y que como resultado bloquean el avance social y económico del territorio. Este POT es un compilado de desafíos, propósitos, políticas, directrices que invocan objetivos, todos ellos loables, pero que sin duda desconocen la capacidad institucional y los incentivos necesarios para plasmarlos en el territorio.

Por ejemplo, el POT define 25 actuaciones estratégicas que suman alrededor de 6.000 has de suelo con potencial de re desarrollar la infraestructura, los equipamientos y generar oferta de vivienda para los hogares, pero la realidad es que a la fecha, la forma para materializar estas actuaciones solo cuenta con escuetos documentos de directrices que entiende un grupo de tecnócratas y que con presentaciones y renders se alejan de la realidad operativa y de la forma de hacer efectiva esa figura. Mientras tanto, 30% del área desarrollable de la ciudad, bloqueada. Otra perla viene de la supuesta política de protección a moradores que actualmente está en discusión. Esta reglamentación del POT propone que para desarrollar la ciudad se debe “indemnizar” a los arrendatarios, trasgrediendo los derechos reales de propiedad y que al final deja casi cualquier desarrollo e inversión inmobiliaria sujeta a una especie de “consulta pública” bajo la bandera de evitar la gentrificación. Esto es otro evidente capricho politiquero carente de sustento y solución real a la gentrificación.

En resumen, los bogotanos estamos heredando un POT que no necesariamente le sirve a la ciudad, pero como debemos construir sobre lo construido, lo que hay que corregir supone que se deben modificar algunas de las reglamentaciones expedidas y tener mucha sensatez desde la administración distrital para expedir lo que falta. Es imperativo, volver a darle la legitimidad necesaria mediante el diálogo constructivo en el Concejo Distrital, para que por excepcionalidad ajustemos el POT a algo más cercano a la realidad y más lejano a tener un POT de papel.   

    

 

Columnista

commanager@confidencialcolombia.com

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