Por fin llega ese momento del año en qué uno tiene unos días para recargar pilas, visitar a la familia y disfrutar de esa vida pausada, lenta, lejos de prisas y vive más cercano a su biorritmo y por fin se acuesta sin la alarma de Alexa.
La cena con la familia, el día de la llegada, es mi preludio del cielo. Cuando uno vive lejos de los suyos, ese encuentro que anhela e imagina en su camino se materializa en esa cena. Saludos, abrazos sinceros, un “qué bien os veo”, “qué mayores los niños”, “qué altos están”, se siguen del caos ordenado de una cena multitudinaria alrededor de mis padres, que siempre acaparan la atención de hijos y nietos y de los amigos que están. No hay que hacer nada extraordinario, simplemente con estar presente basta, con disfrutar de la conversación, uno se llena de ellos y recarga esas pilas emocionales que a veces- en el extranjero- tanto necesita.
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Esa cena es la entrada grande a las vacaciones estivales, las que te calientan con el sol, te dejan la piel sedosa a base de exfoliaciones de sal y arena fina de playa y te ensanchan el corazón y la cintura porque uno no está contando ni pasos ni calorías cuando disfruta de su paraíso en la tierra. Esas vacaciones de mar, que te baña y te mece con sus olas o te revuelca, si no vas con cuidado. Y ahí, a esa puerta grande me dirijo, así que perdonarán que durante estos días no esté pendiente de lo último para contárselo a ustedes.
Espero que las novedades sean tan predecibles y sosegadas como ese bálsamo suave que es la brisa de poniente; que las señoras sigan bajando a la playa con sus sillas de lona y sus sombrillas, que los jóvenes duerman tanto que las hormonas se les bajen de revoluciones, que los niños sigan haciendo castillos de arena mojada y los fortifiquen con fuertes, y que por fin el agua se detenga ante ellos y no arrase sus juegos. Que los abuelos sigan entrando al mar cogidos de la mano, apoyándose el uno al otro y que los surferos y los que surcan el viento tengan buen viento y buenas olas sobre las que levantarse sin cesar. Que yo disfrute de todo desde la sombra de mi sombrilla, pues huyo del sol directo todo lo que puedo, pero me encanta la sensación de hundirme lentamente al compás de las olas que me mojan los pies y me los dejan como la mejor pedicurista de Barranquilla, suaves, como nuevos.
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Mientras sueño lo que me espera, voy de camino atravesando los campos franceses, que en este tiempo se visten de verde, amarillo y polvo de oro. Tanta belleza contrasta con la vida que discurres por sus carreteras. Llenas de coches, camiones y remolques. Las áreas de servicio están atestadas de gente, he visto tiendas de campaña en ellas y hombres, mujeres y niños, durmiendo en sacos de dormir listos para salir cuando el primer rayo de sol les acaricie el rostro. Los que tienen mascotas aprovechan las colas para dar agua, sacarlas a pasear y acariciarlas, los viajes largos en carretera no son fáciles para ninguno. En las gasolineras hay colas de dos y tres para cada puesto y en las electrolineras pasa lo mismo.
Les contaré un secreto: disfrutar del camino, largo o corto, es todo un arte que ha de entrenarse a lo largo del tiempo. Esa es la verdadera meta, aunque sepamos que al final nos espera el paraíso.
Almudena González Barreda
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