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Sahagún es un municipio eminentemente agrícola, pero exporta políticos. Desde la fundación del departamento de Córdoba en 1952, todos los parlamentarios – con excepción de Eleonora Pineda – provienen de apellidos que se repiten, se juntan y se separan como en una danza cerrada de castas: Náder, Elías, Besaile, López, Burgos, Bula, Amín. La profunda devoción con la que liberales y conservadores llevaron a cabo sus cruentas guerras en La Violencia se ha sustituido por acuerdos entre casas y familias que han acumulado poder y riqueza a través de un negocio: la intermediación.

Los políticos de exportación están especializados en el manejo de la política real, aquella que se oculta a plena vista y se compone de alianzas y negociaciones, de relaciones prácticas con el poder central, que les garantizan siempre sobrevivir y jamás ser relevados. La política se pasa de generación en generación, simplemente porque el vínculo intrafamiliar es una receta local conocida contra la traición. Y tienen cierta razón. En el Congreso, donde constantemente se negocian apoyos por puestos, sobrevivir como grupo es lo más importante. Si algo caracteriza a los clanes políticos es su flexibilidad y apertura al cambio. Paradójicamente.

El poder de los clanes se basa en una relación muy simple: El gobierno central siempre les contesta el teléfono. Así, contratistas y empresarios, políticos nacionales, inversionistas buenos y malos, y cualquier interesado en hablar con el Estado Central y sus ministerios simplemente los «contratan» a cambio de una cita, una reunión o una oportunidad para que el gobierno, que es un monstruo en cuanto a contratación se refiere, les preste atención y les haga un guiño. Una vez dentro, el reto es mantenerse.

A la gente en Sahagún le interesa muy poco esta compleja relación. Salen a saludar a Ñoño Elías porque, ante todo, es alguien a quien conocen. Lo ven como el Robin Hood que roba al Estado para llevar obras al pueblo. A los ojos de muchos de sus habitantes, no existe otra forma de hacer política distinta a la que han conocido desde los años cincuenta. Y cuando el departamento empezó a producir en los noventa liderazgos sociales interesantes que estaban retando a las castas regionales, éstos fueron asesinados. La política, incluso después del gran escándalo de la parapolítica y la corrupción, sigue siendo un asunto de familia. En el fondo, la gente sabe que la corrupción tiene dos lados: el político local que hace la intermediación, y el gobierno nacional que la promueve, acepta y financia. Recuerde, quien me lee, que en municipios de categoría 6, los más pobres del país, el 90% del plan de desarrollo debe ser financiado a través del gobierno nacional. Una oportunidad de oro. Un incentivo perverso.

Las personas que han convivido durante años con esta clase política no son tontas. Saben que juegan al todo o nada: un Ñoño corrupto, pero presente, a cambio de un Estado Central que perciben igualmente corrupto, pero ausente. Un regalo el día de la madre, o nada en los próximos cuatro años. Un trabajo en el ministerio donde el Ñoño haya gestionado cuotas que sostendrán a dos o tres familias, o el desempleo. Ustedes ya saben que, si el político pierde su influencia, todas sus cuotas – sin importar si lo hicieron bien o mal – irán a la calle. Podemos reformarlo todo, cambiar el Consejo Nacional Electoral, meterlos a todos en la cárcel, hacer mil talleres invitando a la gente a «votar bien», pero nada servirá.

La candidez de la indignación centralista, que no ha encontrado una solución mejor que una combinación fallida de campañas educativas y concentración de recursos en el centro del país, comete un error al señalar a los pobladores de Sahagún como responsables de su desgracia, cuando el centro político, los líderes de los partidos, y todos y cada uno de los gobiernos centrales que han gobernado junto a ellos, son igualmente responsables. Un clan no se vuelve poderoso de la noche a la mañana, incluso si la contratación departamental es lucrativa.

Además, de forma muy subyacente, hay mucho de aporofobia en los análisis que se realizaron después de la caravana de recibimiento de Ñoño Elías en su pueblo. Se les pide a los pobres que cumplan con estándares democráticos más altos que cualquier otro colombiano, además de renunciar a sus mínimos de bienestar, a cambio de un futuro improbable. No suena muy racional. Al contrario, lo sería si su bienestar y acceso a servicios, empleo, agua potable y demás necesidades básicas no dependieran de que su intermediario siempre gane. Este gobierno no inventó el mecanismo de intermediación favorable a la corrupción, pero tampoco lo ha rechazado por completo. Sería una buena oportunidad para hacerlo, ¿no creen?

Laura Bonilla

heckika@gmail.com
Gerente para América Latina, Fundación Paz y Reconciliación

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