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Los liderazgos latinoamericanos tienden a poner la lealtad por delante de cualquier otra virtud. Pero más que el acatamiento de un proyecto o una causa es la lealtad al jefe. El hacer caso se convierte en una virtud más indispensable que la inteligencia crítica, que podría ser más útil al gobernar. La combinación entre personalismo y presidencialismo de nuestra región, incluso en países federales siempre termina pasándole factura a la democracia. Y es que el relevo se convierte en algo casi incompatible con el carisma del que gobierna sabiéndose poco menos que el rey sol: El Estado soy yo.

Tanto así que le ponemos el sufijo “ismo” a cualquier apellido: peñalosismo, uribismo, petrismo, galanismo, santismo. Y luego le asignamos cualquier cosa a esas nuevas ideologías de rápida creación: el “santismo” le entregaría el país a las FARC, el metro subterráneo es “petrista”, los buses son peñalosistas, y otras atrocidades de ese estilo. Los ismos siempre llenos de detalles, las causas cada vez más vacías. No falta, sino que ahora alguien se invente “el barbosismo”.

Tengo distancias con las grandes personalidades. Los líderes magnificentes me parecen molestos, antipáticos y, casi siempre, profundamente patriarcales. Pero de ahí a asegurar que la frase del presidente Petro – el jefe soy yo – pone en peligro la separación de poderes, hay una brecha. Las razones, desde la evidencia son varias.

Un primer argumento es que las bases sociales con las que cuenta el presidente son muy diversas como para salir todas, unificadas y al mismo tiempo a la calle. Incluso, quiénes entraron en pánico con el acompañamiento de la guardia indígena al Plan Nacional de Desarrollo pueden estar tranquilos. No hay apoyos irrestrictos en tanto los movimientos sociales, campesinos o indígenas del país. Hay tantos tipos de liderazgos, contrapesos, demandas y agendas como arroz. Incluso, en el caso del movimiento indígena del Cauca, el apoyo al gobierno no ha estado exento de profundas y duras críticas a la política de paz total y de demandas para mejorar la protección y la situación de derechos humanos del departamento, que es bastante grave.

Mi segundo argumento es que, para llamar a las grandes masas a la calle, se tiene que tener influencia sobre las grandes masas, y eso tiene todo que ver con la economía y la política social. Los presidencialismos más fuertes y duros, que han acabado con la separación de poderes (piense usted en la Nicaragua de Ortega, la Venezuela de Chávez y Maduro, el Perú de Fujimori o El Salvador de Bukele) han fundamentado sus apoyos en transferencias directas y rápidas a la población más empobrecida, e incluso a las clases medias para conseguir apoyos irrestrictos. Ese no es el caso del gobierno actual, que ha sido más bien conservador y no ha ampliado la base de los subsidios. Todo parece indicar que la política social está orientada a intentar dar fuerza a la pequeña economía, tanto así que la recién aprobada renta ciudadana concentró más dinero en menos gente, en vez de intentar universalizar como lo hizo México con López Obrador.

Mi tercer y último argumento es que Petro está fundamentando su popularidad en la relación directa con la política regional, canalizando el profundo descontento de los grupos políticos que siempre han dependido de la intermediación de jefes de partido y senadores, pero que ven una clara oportunidad de tener interlocución directa con el gobierno central. Pero esos apoyos dependen de la capacidad y el éxito de la gestión de dichos políticos, y del gobierno de cumplirles con avales, cuotas burocráticas y recursos para las regiones. Y aún así, la clase política regional no va a brillar por su lealtad, ni son los mejores “haciendo caso”. Todo siempre está sujeto a negociación.

Finalmente, la izquierda en Colombia, que sería la base social fiel y leal no está profundamente entusiasmada por la reforma a la salud o la reforma laboral, las dos primeras avanzadas de gobierno en la agenda del cambio. Por el contrario, la reforma agraria y los avances en la paz sí pueden llegar a generar movilizaciones de apoyo al gobierno, pero tendrán que mostrar rápido resultados, que no son nada fáciles. La izquierda estaba lista para enfrentar a una oposición rabiosa y violenta, no para la incertidumbre. En conclusión, es verdad que la retórica del presidente es incómoda y grandilocuente, pero no es una amenaza que se concrete en acción. Que el presidente llame a “hacer caso” no quiere decir que lo vayan a obedecer.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Laura Bonilla

heckika@gmail.com
Gerente para América Latina, Fundación Paz y Reconciliación

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