El palo no está para cucharas, mientras el pronóstico médico del senador Miguel Uribe Turbay sigue siendo precario, la ciencia galena invoca milagros. Pero más allá del drama humano, que no puede ni debe minimizarse, también estamos obligados a revisar la nueva Marcha del Silencio que, sin caudillos, sin presupuesto, sin buses pagados ni arengas coreografiadas, logró lo que muchos gobiernos sueñan y no consiguen, en un estallido de respaldo popular legítimo atiborrando las principales plazas del país.
La comparación con la movilización liderada por Jorge Eliécer Gaitán en febrero de 1948 es inevitable. Aquella marcha del silencio fue un grito silencioso contra la violencia política de la época, contra el odio sectario entre liberales y conservadores que luego estallaría con el asesinato del caudillo del pueblo en el tristemente célebre Bogotazo. Setenta y siete años después, la historia se repite trágicamente, aunque esta vez no hubo directamente una convocatoria de caudillos, pero sí una causa abstracta que recoge el sentir de la clase política y golpea la salud de la democracia mediante un brutal atentado contra un precandidato sin favoritismo en las encuestas, pero con un valor simbólico indiscutible.
Las marchas, ayer como ahora, simbolizan la expresión del alma política de la nación, pero también profundizan la división del pensamiento de cada ciudadano, cuando el conglomerado social avanza en un río desbocado de gente atiende a sus emociones y no a la razón. Esta marcha con un fin altruista de solidaridad y profunda reflexión espiritual por la salud de Miguel Uribe se convirtió rápidamente en un mitin político de odios y recelos políticos donde afloran sales en la herida reciente y no tardaron en revivir los resentimientos, consignas partidistas, provocaciones disfrazadas de unidad y uno que otro “fuera Petro”.
Lo realmente simbólico no fue solo la magnitud de la movilización, sino la ausencia de un liderazgo formal. La marcha del 15 de junio de 2025 fue un síntoma claro de la orfandad política que vive el país.
Colombia clama por líderes capaces de encarnar causas comunes, pero ante su ausencia, lo que queda es un reflejo casi instintivo de civismo puro. La marcha no tuvo un convocante oficial, pero sí muchos pretendientes oportunistas sin proyecto ni ideas que se pelean el derecho de interpretarla, de capitalizarla, de leer en ella un mandato popular que nadie les dio. Se olvidan de que el mensaje era, o debía ser, la unidad frente a la violencia, no un trampolín para sus aspiraciones personales.
Colombia no solo está herida por las balas, sino enferma de una profunda pobreza intelectual basado en una clase dirigente que ha confundido el liderazgo con la propaganda, el programa con el eslogan, y la responsabilidad con el culto al ego. Deberían hacer una pausa en el camino y recordar el punto de partida: unidad frente a la violencia política que se avecina. Porque Colombia está democráticamente enferma de violencia por carencia de ideas, su materia prima se basa en líderes políticos miopes sin horizontes.
El sistema electoral de 2 vueltas presidenciales funciona cuando hay pocos partidos fuertes, experimentados, históricos y de estructuras ideológicas claras, pero que por supuesto no favorece a personajes individuales mesiánicos: aprendices de caudillos populares o candidatos con marcas, símbolos nombre o apodos impostados por agencias de marketing comercial pero vacías de contenido, que estarán “obligados” a presentarse para las próximas elecciones de alcaldías y gobernaciones. Eso constituye el triste juego al que someten la democracia, y conlleva al desaparecimiento del centro insípido que no representa nada por ahora.
Paradójicamente las encuestas casi siempre favorecen el panorama para los enanos políticos del centro, ya que la gran mayoría del electorado colombiano desea un centro político robusto, serio, capaz de representar los valores fundamentales de la democracia liberal: inclusión social, separación de poderes, respeto por la diferencia, estabilidad jurídica y progreso con equidad. Pero ese centro, en lugar de articularse en una propuesta sólida y coherente, se presenta como un mosaico de egos en competencia, como un desfile de precandidatos convencidos de que el país los necesita, aunque ni el país los conoce ni ellos conocen al país. Ese “gigante invisible” que debería ser el centro político colombiano hoy parecen retazos partidistas, sin narrativa, sin equipo, sin proyecto. Un desfile de egos ayudados por agencias de marketing, que en vez de producir una convergencia, empuja a los electores hacia los extremos.
Lo advierte con lucidez el profesor Moisés Wasserman: si no aparece una opción creíble en el centro del espectro político, los ciudadanos terminarán eligiendo entre tres opciones igualmente tóxicas: abstenerse, votar por el que menos repulsión genera o simplemente votar en blanco. Cualquiera de las tres es una derrota para la democracia representativa, pero también un síntoma de su falta de renovación. Porque el problema no es solo la polarización sino es el vacío en el medio que es tan peligroso como el extremismo. Sin una opción de centro viable y coherente, el debate político colombiano se reduce a una batalla de extremos donde no hay puentes, y en medio de esa guerra, los problemas reales del país como la inseguridad, la pobreza, la corrupción, la exclusión territorial, etc., quedan invisibilizados por el espectáculo.
La Marcha del Silencio demostró que Colombia puede movilizarse sin necesidad de caudillos, que todavía hay una ciudadanía dispuesta a alzar la voz, aunque sea en silencio, por causas comunes. Pero también dejó en evidencia que esa movilización carece de norte si no hay un liderazgo que la interprete con generosidad, sin afanes protagónicos, sin instrumentalizar el dolor.
Miguel Uribe Turbay, sin pretenderlo, se ha convertido en un símbolo: el de una democracia herida, vulnerable, asediada tanto por la violencia como por la mediocridad política. Su incierta recuperación nos invita a preguntarnos si este país aprenderá a traducir el silencio en acción y la indignación en propuesta, porque cuando no hay nada que proponer, es mejor hacer un silencio en serio, señoras y señores políticos.
Luis Fernando Ulloa
PORTADA
Petro sanciona la ley que permite el acceso a las artes y las culturas en las aulas
Nacen las primeras diferencias en el Frente Amplio
Cámara aprueba iniciativa que previene el reclutamiento de mercenarios
Pacto Histórico es oficialmente partido político