El pasado 17 de junio de 2025, se constituyó como un icónico martes negro para el país, por todos los hechos relevantes que acontecieron como la devolución de la reforma pensional por parte de la Corte Constitucional al congreso para subsanar el último debate de aprobación en la Cámara de Representantes, o la negativa del Registrador Nacional para continuar con la convocatoria de la consulta popular por “decretazo” hasta que se pronunciaran las cortes pese a las amenazas del Minjusticia sobre un prevaricato.
Posteriormente el Senado negó la consulta popular 2.0, después de aprobar la reforma laboral y pasarla a conciliación. Todo precedido de la cláusula de escape de la regla fiscal para aumentar el nivel de endeudamiento nacional. Continuamos con el Desafío a la separación de poderes, y en la noche el presidente televisa otro consejo de ministros donde los culpa por su mal desempeño después de sentirse “traicionado”; y como si fuera poco, el país conoció de boca del Minjusticia Montealegre el llamado a la Asamblea Popular Constituyente mediante una “octava papeleta”, una iniciativa para consultar a la ciudadanía sobre la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente. Este movimiento, inspirado en el simbolismo de la «séptima papeleta» de 1990, busca legitimar cambios profundos en el modelo económico y político del país. Sin embargo, a diferencia del proceso del 91 –surgido desde la sociedad civil–, esta nueva propuesta nace desde el Ejecutivo, generando cuestionamientos sobre su legalidad, legitimidad y posibles riesgos para la democracia constitucional.
Como consecuencia apenas previsible, el miércoles 18 de junio se desarrolló un titánico debate nacional entre los juristas Mauricio Gaona y el Minjusticia Montealegre a propósito de la consulta popular por decretazo y el llamado del gobierno a la Asamblea Popular Constituyente (distinto a la Asamblea Nacional Constituyente), donde Gaona le recordó que la oposición es el precio que se paga por tener una democracia, y que viene el año más difícil de nuestra historia republicana cuando el gobierno intente poner en marcha dicha asamblea desde lo popular sin una convocatoria nacional –distinto a la del 91 que fue promovida por la ciudadanía y no por el gobierno– en el entendido que dicha figura ha sido utilizada por varios líderes autoritarios populistas en el mundo: en África, Asia, Centroamérica, y recientemente por nuestro vecino Venezuela.
En la argumentación para una constituyente estará en juego el modelo económico del país (hoy mixto entre público y privado) cuestionando los sistemas de salud, laboral, financiero, fiscal, de servicios públicos, minero-energético, medio ambiente, etc. Pero lo que no ha podido explicarnos el gobierno es para qué quiere cambiar la constitución de 1991 por otra que haga cumplir la misma constitución del 91, que Petro tanto celebra y defiende. Podemos comprender que el presidente no ha podido materializar los mandatos socioambientales y económicos en el marco del Estado Social de Derecho de la constitución, lo que lo ahoga en su propio laberinto discursivo, en este sentido debe alinear el gobierno en ser más propositivo sin enrostrar su propia incapacidad a los otros poderes públicos que en democracia deben ejercer los contrapesos para contener los desbordamientos dictatoriales –que no son bloqueos institucionales como se quiere dar a entender– y que sí son llamados universalmente garantías de oposición en la teoría del Estado Constitucional Moderno.
En los cálculos del gobierno debería estar que cuando se abra la puerta de una constituyente se puede filtrar cualquier otro proyecto de Estado que no sabemos cómo quedará, sumado a que la derecha goza de un amplio favoritismo político en estos momentos. Recordemos que el pueblo colombiano se compone de segmentos petristas, derecha uribista, los de centro e indecisos o abstencionistas que puede moverse por cualquier margen del espectro político. La octava papeleta nos debe preocupar en la medida que no es promovida desde la ciudadanía sino desde el gobierno, quien no está exento de seguir el patrón de líderes populistas que han usado Asambleas Populares Constituyentes para concentrar poder, como en Venezuela y otras experiencias autoritarias.
Este debate jurídico señala que modificar la Constitución de 1991 exige un riguroso proceso institucional, no un acto simplista como «meter una papeleta». Es decir que se requiere aprobar una ley en Senado y Cámara, definiendo integración, elección y alcance de la asamblea constituyente, seguida de un control de constitucionalidad por la Corte; no un «decretazo» o una consulta plebiscitaria. Este diseño actúa como contrapeso esencial para evitar cambios impulsivos, garantizando estabilidad democrática y apego al Estado de derecho. Pareciera que la «octava papeleta» está diseñada para recoger 8 millones de firmas (20% del censo electoral según la Ley 1757/15) y así presionar al Legislativo, pero académicos señalan que esto constituye un «populismo plebiscitario», donde se instrumentaliza la participación ciudadana para saltarse los controles institucionales. El riesgo es doble: por un lado, se debilita el equilibrio de poderes; por otro, se abre la puerta a un rediseño constitucional impredecible, especialmente en un escenario donde la derecha podría tener ventaja electoral.
Según lo anterior, esta iniciativa parece más una estrategia política que una ruta jurídica viable, aunque busca capitalizar el descontento social y movilizar a la base petrista, carece de sustento legal y enfrenta un rechazo transversal desde la academia, la justicia y el Congreso. El mayor riesgo sería sentar un precedente peligrosista al usar mecanismos participativos para socavar los contrapesos democráticos. Como antídoto para esta asfixia podemos pensar en que ahora mismo se requiere, más que nunca, gobernar en diversos campos que se están represando, tenemos crisis sin resolver en seguridad, desempleo, salud, energía y tarifas, migrantes, tierras, consultas previas y licenciamiento ambiental. En lugar de profundizar la polarización con un choque de poderes, o entre los diversos segmentos que conforman el “pueblo” en las calles, el gobierno debería priorizar la reconciliación y una adecuada gestión interinstitucional, en lugar de atajos plebiscitarios.
Luis Fernando Ulloa
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