En los principios del siglo XIX, en medio de la contienda por la independencia, Simón Bolívar enarboló una bandera roja y negra que representaba la guerra a muerte contra los realistas. Era un acto político y simbólico de ruptura con la Corona española, una declaración de que no habría cuartel para quienes se opusieran al nacimiento de la República. Bolívar, en su momento, apeló a esta forma de guerra total como respuesta a la brutalidad de los ejércitos coloniales.
Durante la reciente alocución pública, que enmarcó la firma de la nueva ley que modifica normas laborales devolviéndole derechos a los trabajadores y trabajadoras, el presidente Gustavo Petro exaltó nuevamente la bandera roja y negra. Al hacerlo, no solo despertó controversia, sino que introdujo un elemento profundamente inconveniente en el debate público, sobre todo viniendo del jefe de Estado de una nación que aún transita por caminos frágiles de reconciliación y construcción de paz.
Rescatar hoy esa bandera y lo que representa es no solo un equívoco, sino también un profundo retroceso. En tiempos en los que la humanidad ha avanzado hacia acuerdos internacionales que colocan la dignidad humana por encima de los intereses militares, ondear la bandera de la guerra a muerte equivale a desconocer los principios del Derecho Internacional Humanitario (DIH) y de los derechos humanos que Colombia, como Estado, está obligado a respetar.
El DIH -consagrado en los Convenios de Ginebra de 1949 y sus protocolos adicionales-establece límites en los conflictos armados, protege a los civiles, prohíbe los ataques indiscriminados y garantiza el trato digno a los prisioneros de guerra. Rechaza, en esencia, cualquier lógica que niegue la humanidad del adversario. La guerra a muerte, por el contrario, implica eliminar toda forma de distinción entre combatientes y no combatientes, y de paso, posiblemente legitimar la venganza como táctica de combate, y debilitar la posibilidad de reconciliación, de perdón, y de paz.
El presidente, como primera autoridad del país, comandante supremo de las Fuerzas Armadas y hombre de paz, no puede permitirse ambigüedades discursivas que pongan en duda el compromiso del Estado con DIH. La Colombia actual está obligada no solo legal, sino también moralmente, a actuar conforme a los principios de humanidad, distinción, proporcionalidad y necesidad militar. Cualquier exaltación simbólica que contradiga ese compromiso debilita la legitimidad del Estado ante la comunidad nacional e internacional, y abre la puerta a interpretaciones peligrosas.
En un país donde múltiples actores armados aún están activos, y son responsables de infracciones constantes al DIH y graves violaciones a los Derechos Humanos, donde hay procesos de paz en curso y donde la justicia transicional se esfuerza por garantizar la no repetición, lanzar al aire la imagen de la guerra a muerte puede ser interpretado por unos como permiso, y por otros como amenaza. En ambos casos, se pone en riesgo la estabilidad de un proceso que apenas se ha empezado a consolidar.
No se trata de negar los símbolos de lucha de nuestra historia ni de invisibilizar el carácter rupturista de las independencias. Se trata de comprender que los símbolos, en política, también construyen realidades. Enarbolar una bandera que anuncia muerte es incompatible con un discurso de paz. Lo que la sociedad colombiana necesita es resaltar un nuevo horizonte de justicia con vida, de transición con garantías, de transformación sin violencia.
Necesitamos símbolos de encuentro, pactos de respeto mutuo, lenguajes de cuidado. La bandera que debe ondear hoy es la del Derecho Internacional Humanitario, la del diálogo político, la de los acuerdos sociales, la del compromiso con la vida de todos y todas, sin excepción. Porque la historia nos enseña, con dolor, que ninguna guerra a muerte ha traído justicia duradera.
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