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Confidencial Noticias 2025


En medio de un entorno político convulso y altamente polarizado, el Congreso de la República ha revivido una vieja iniciativa que hoy busca abrirse camino nuevamente en la agenda legislativa: la llamada Ley de Encuestas, un proyecto normativo que pretende limitar la publicación de sondeos de intención de voto en medios de comunicación tradicionales, tres meses antes de una elección presidencial. El objetivo declarado es proteger la formación libre del voto, evitando que encuestas sin respaldo técnico ni transparencia metodológica influyan artificialmente en la opinión pública durante los períodos electorales más sensibles.

Era un Proyecto de Ley que se hundió en anteriores legislaturas,  impulsado en el pasado por el exsenador Rodrigo Lara y retomada hoy por figuras diversas del espectro político como Clara López (izquierda), Angélica Lozano (centro) y Paloma Valencia (derecha) que ha sido presentada como un esfuerzo plural por moralizar la contienda política. Sin embargo, el debate ha estado marcado por acusaciones de censura y cuestionamientos sobre su eficacia y oportunidad, especialmente en un país donde los medios digitales, las redes sociales y la inteligencia artificial ya reconfiguran las reglas del juego democrático.

La norma fue bautizada por los grandes medios como «Ley Mordaza» por considerarla nociva para sus intereses, pero hoy es presentada como un sueño loable al pretender la prohibición de publicar encuestas presidenciales en medios tradicionales tres meses antes de elecciones, con el objetivo de evitar que «ilustres desconocidos», superhéroes como el actual Batman (John Edison Mosquera) o aquellos financiados por poderes oscuros, se inflen artificialmente mediante sondeos comprados. Lástima que la iniciativa llegue con una década de retraso y una ceguera digital en pleno siglo XXI dominado por la inteligencia artificial.

Desde el punto de vista jurídico, el proyecto no es ajeno a los sistemas democráticos cuando impone restricciones razonables a las encuestas durante ciertos periodos, siempre que ello no implique una censura injustificada del derecho a la información o a la libertad de prensa. En Colombia, el Consejo Nacional Electoral (CNE) ya tiene competencias para vigilar la calidad técnica de los estudios de opinión, pero estas herramientas se han mostrado insuficientes o, peor aún, ineficaces.

Durante al menos dos décadas, los grandes conglomerados mediáticos ejercieron un poder determinante sobre la percepción electoral. Las portadas se alineaban con ciertas candidaturas, los debates se estructuraban según encuestas internas, y la narrativa pública oscilaba al ritmo de cifras tan dudosas como influyentes. En ese contexto, la ley podría representar un correctivo necesario. Pero el problema es que ya no estamos en el siglo pasado y es evidente su desconexión con la realidad contemporánea. Mientras se discute si grandes medios como El Tiempo, Blu Radio, La W o Caracol pueden publicar encuestas, un candidato –o político tradicional– puede pagar un sondeo amañado, hacerlo viral en TikTok, reproducirlo en WhatsApp y alcanzar en cuestión de horas a millones de ciudadanos sin que medie control institucional alguno. Los algoritmos determinan lo que vemos, y los influencers reemplazan a los editoriales.

En términos prácticos, los perdedores inmediatos no solo son las encuestadoras, sino los grandes medios de comunicación, que verán limitado un insumo valioso tanto para su agenda informativa como para sus ingresos publicitarios y de reconocimiento de candidatos ilustremente desconocidos –aunque también tienen derecho a salir de su anonimato–,  no obstante, durante años, los grandes conglomerados mediáticos ejercieron un monopolio de la manipulación estadística, vendiendo portadas, inflando candidatos marginales como «fenómenos de opinión» y direccionando la agenda pública con encuestas de metodología sin control, entonces la Ley les golpea donde más les duele: el bolsillo.

Por eso su desesperado grito de «censura» apelando a la vulneración del derecho a informar. Pero aquí yace el problema central, al regular grandes medios tradicionales mientras ignora el tsunami digital y  los operadores políticos –los eternos «dueños del juego» – ya migraron sus tácticas a TikTok, Twitter y WhatsApp. Un candidato puede pagar una encuesta amañada a una consultora fantasma, viralizarla con influencers y alcanzar tres millones de usuarios en horas… sin que la ley mueva un párpado.  Los perdedores evidentemente son los medios que pierden su jugoso negocio de intermediación y los ganadores, en cambio, son los políticos que ahora comprarán encuestas digitales sin estándares metodológicos, también ganarán «consultoras» clandestinas que ofrecerán sondeos express, y desde luego las redes sociales serán las reinas de la política y la publicidad. La cereza del pastel es que la ley exige candidatos formalmente inscritos, pero en la era de los precandidatos «informales», los aspirantes usarán redes para medir su viabilidad, que antes era una prerrogativa de grandes empresas de comunicación –manipular cifras, sesgar metodologías o vender favorabilidad– ahora está al alcance de cualquier actor político con presupuesto para contratar una consultora digital, generar contenido viral y posicionar narrativas ficticias ante una audiencia atomizada y desregulada. En otras palabras, la manipulación no se elimina, sino que se descentraliza, se abarata y se vuelve aún más difícil de rastrear.

En conclusión, la Ley de Encuestas llega muy tarde,  con al menos una década de retraso, mientras el debate público se desplaza velozmente a territorios donde el Estado no tiene ni ojos ni dientes. Lo cuestionable es ignorar el nuevo ecosistema comunicativo en el que se libran hoy las campañas electorales, donde los bots, los deepfakes y los contenidos patrocinados dictan las reglas del juego. Los operadores digitales afinan sus algoritmos, los políticos ensayan sus bailes para TikTok y los ciudadanos, confundidos, consumen encuestas sin rigor alguno disfrazadas de contenido viral. Así las cosas, la democracia no está más protegida, pues esta norma lejos de representar una herramienta eficaz contra la manipulación, corre el riesgo de convertirse en una pieza de museo, anclada en un modelo de comunicación que ya no rige los destinos de la actual sociedad.

Luis Fernando Ulloa

Luis Fernando Ulloa

Abogado y analista en política criminal

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