El alcalde Carlos Fernando Galán llegó a la alcaldía con una promesa tajante —hacer de la seguridad el eje de su administración. Pero hoy, cuando analizamos los datos del sistema de videovigilancia, del crecimiento de la extorsión y del estado real del Sistema Integrado de Seguridad (C4), una verdad queda clara: esa promesa se ha quedado en el discurso. Bogotá no camina segura. Bogotá está ciega, sorda y, en muchas de sus zonas más vulnerables, sin capacidad de respuesta.
Hoy, 4 de cada 10 cámaras de videovigilancia en Bogotá no funcionan. De las 5.824 cámaras instaladas, 1.793 están fuera de servicio, 335 presentan novedades y 168 están en caída masiva. Este no es un problema menor ni simplemente técnico: es un reflejo del abandono institucional en un tema que debería ser prioritario. Es una falla estratégica.
Más grave aún es la distribución territorial de esta crisis. En localidades como Ciudad Bolívar, Kennedy, Bosa y Engativá —zonas con los más altos índices de homicidio, hurto y extorsión— se concentran también las cámaras averiadas. En Ciudad Bolívar, 361 de sus 491 cámaras están en mantenimiento correctivo. ¿Cómo se explica esta negligencia en territorios con niveles críticos de violencia?
Además, el sistema cubre solo el 27% del espacio público. Es decir, el 73% de Bogotá está completamente desprovisto de videovigilancia. Y lo que debería ser la columna vertebral de una respuesta articulada —el sistema C4— presenta un avance irrisorio del 3% en su fortalecimiento, según lo estipulado en el Plan Distrital de Desarrollo. A mitad de gobierno, eso no es un retraso: es una señal de negligencia institucional.
Paradójicamente, mientras esto ocurre, la administración presenta como logro una supuesta reducción de delitos: hurto a personas (-19%), hurto a residencias (-77%) y a comercios (-50%). Toda mejora debe celebrarse, sí, pero también cuestionarse con rigor. ¿Cómo puede atribuírsele ese éxito a la tecnología si el 40% del sistema está inactivo? ¿Qué sentido tiene invertir millones en cámaras si están desconectadas, si la fibra óptica es robada, si no se hace mantenimiento y si en los territorios con más necesidades las cámaras simplemente no operan?
La realidad es que hay más cámaras privadas que públicas en localidades como Usaquén y Suba, lo cual acentúa la desigualdad: en Bogotá, la vigilancia se ha convertido en un privilegio de quien puede pagarla, no en un derecho garantizado para todos.
Adicionalmente, hay un delito que se ha disparado y que, aunque menos visible, es profundamente devastador: la extorsión. En 2024, Bogotá registró 2.617 denuncias por extorsión, un crecimiento del 71,4% frente al 2023. La mayoría de los casos se concentra en Kennedy, Mártires, Suba, Santa Fe y Engativá —territorios con alta densidad comercial, migración y pobreza. En 2025, aunque hubo una caída del 24% en las denuncias, preocupa el aumento en localidades como Tunjuelito (200%), Usaquén (72%), Teusaquillo (21%), Chapinero y Santa Fe (15%). La extorsión no es solo un delito económico, es una violación directa a la libertad y dignidad de quienes la padecen.
Frente a esta problemática, impulsamos un proyecto de acuerdo para fortalecer la ruta de denuncia y atención integral a víctimas de extorsión. ¿La respuesta del alcalde Galán? Objeción total. Alegó que ya existen mecanismos como las casas de justicia o la estrategia AIDE. Pero si esos mecanismos funcionaran, no estaríamos hablando de más de 2.600 denuncias. El hecho de que tantas víctimas sigan sin recibir atención es la evidencia más contundente de que algo no funciona.
La administración asegura que una nueva ruta sería una “duplicación”. Yo pregunto: ¿qué es más inconveniente? ¿Una guía territorial que articule prevención y acompañamiento o seguir dejando a las víctimas solas? La realidad es que muchas personas ni siquiera conocen las rutas existentes. Mientras el crimen se adapta, la institucionalidad se paraliza. La innovación en seguridad parece prohibida.
Desde el concejo de Bogotá hacemos un llamado firme:
Dejen de gobernar la seguridad desde los escritorios y empiecen a construir rutas con la ciudadanía.
La tranquilidad no es un lujo, es un derecho.
Y la seguridad no puede seguir siendo un eslogan de campaña. La seguridad humana —la que protege la vida, la dignidad, la movilidad libre y sin miedo— debe estar en el centro de toda política pública. Si la institucionalidad no lo entiende, aquí estamos para recordarlo, insistir y persistir.
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