Lo del expresidente Álvaro Uribe Vélez ha sido un burdo montaje; coincido plenamente con esta afirmación hecha en días pasados, a través de una carta, por 38 respetados magistrados y juristas. No solo dejaron en evidencia, argumentativamente, que el proceso contra el exmandatario ha estado sustentado en testigos falsos y pruebas inexistentes, sino que también recogieron el sentir de millones de colombianos que respaldamos al hombre de mano firme y corazón grande.
A pocas horas de conocerse el sentido del fallo del caso Uribe, tal vez la decisión judicial más trascendental en la historia reciente de Colombia, han sido múltiples los pronunciamientos de apoyo hacia él y su familia, que apuntan a que este largo proceso, en el que quisieron poner en tela de juicio su honorabilidad, solo ha sido una patraña.
Sin embargo, Uribe ha dado la cara, demostrándole al país que el honor se defiende a toda costa, así la izquierda esté empecinada en perseguirlo. Asimismo, su actuar ha sido el de un estadista con ímpetu y determinación, que no se atemorizó, ni siquiera cuando sus detractores trataron de influir en la opinión pública sin pruebas sólidas.
Pero aquí hay muchas cosas en juego. Más allá de las afinidades políticas, el país debe tomarse el tiempo de entender que no solo es el nombre de una personalidad como Álvaro Uribe, sino también la legitimidad de nuestra justicia y el bienestar de la democracia colombiana.
El expresidente Uribe no es un político más. Durante dos periodos de gobierno tomó decisiones que cambiaron el rumbo de un país asediado por el terrorismo y abandonado por un Estado débil. Mientras muchos optaban por la indiferencia o la complicidad con la delincuencia, disfrazada de neutralidad, Uribe asumió el reto de gobernar devolviéndole al país la esperanza, la seguridad y el derecho a vivir sin miedo.
Este caso contra Uribe ha estado más motivado por el deseo de castigo que por la evidencia. En este proceso se violaron principios esenciales como la imparcialidad del juez natural, tuvo testimonios contradictorios, no se respetó el derecho a la defensa e, incluso, hubo una clara persecución con más de 20.000 interceptaciones telefónicas. ¿No es lo suficientemente escandaloso?
Las acusaciones contra Álvaro Uribe no han sido más que una persecución política y judicial que ha buscado destruir su legado y su honra, aún sin pruebas concluyentes ni procedimientos transparentes.
Pese a todas estas irregularidades, es de destacar que el expresidente Uribe ha comparecido ante la justicia como cualquier ciudadano, aún en medio de ataques, intentos de linchamiento moral, y campañas de desprestigio. Su comportamiento ha sido el de quien no teme responder, pero sí exige lo que todo colombiano merece: un proceso justo, imparcial, sin presiones externas ni motivaciones políticas.
Y si a un expresidente lo pueden juzgar de esta forma, ¿qué queda para el ciudadano común? Hoy más que nunca, debemos tener el coraje de decir lo impopular: Álvaro Uribe Vélez ha sido víctima de una instrumentalización de la justicia.
Cuando la justicia se politiza, se distorsiona su función esencial de proteger derechos y garantizar imparcialidad, lo que debilita la confianza ciudadana en las instituciones. La separación de poderes se ve comprometida, los jueces pueden convertirse en instrumentos de agendas partidistas, y se abre la puerta a persecuciones políticas disfrazadas de procesos judiciales. Esta erosión institucional no sólo mina la credibilidad del sistema judicial, sino que también pone en riesgo la estabilidad democrática y fomenta la polarización social.
El país no debe olvidar que, como presidente, Uribe hizo todos los méritos para ganar lugar como uno de los líderes políticos que marcó y encauzó el destino del país, haciendo historia. No en vano es el gran colombiano. Por eso, en circunstancias como las que afronta actualmente, Colombia lo respalda con cariño y fe.
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