El expresidente Álvaro Uribe Vélez enfrentó su primer gran proceso judicial por presunta manipulación de testigos y fraude procesal, acusado de haber influido en declaraciones para desacreditar al senador Iván Cepeda, su principal acusador. Tras múltiples intentos fallidos de preclusión por otrora Fiscalía, el caso en esta reciente oportunidad fue llevado ante el juzgado 44 de conocimiento a cargo de la juez Sandra Heredia, quien emitió fallo condenatorio en primera instancia este 28 de julio de 2025.
La condena judicial contra el expresidente, representa un hito histórico sin precedentes en Colombia. El fallo, basado en pruebas documentales, grabaciones y testimonios validados, inculcó que Uribe fue “determinador” de varios casos de soborno y fraude procesal. Esta decisión marca la primera vez que un expresidente colombiano es condenado penalmente por actos asociados al ejercicio del poder y la manipulación del sistema judicial. El fallo condenatorio marcó un hito sin precedentes: Uribe fue condenado por 3 sobornos de testigos y 2 fraudes procesales. El juicio ha sido calificado como el más mediático de la historia reciente del país, generando debates sobre independencia judicial, «lawfare» y el rol del poder político frente a la justicia. Desde el uribismo se denunció persecución política, mientras defensores del fallo lo celebraron como una victoria histórica por el Estado de Derecho. En un país donde la impunidad ha sido una constante para las élites del establecimiento, el proceso se suma a una tendencia latinoamericana en la que expresidentes han enfrentado la justicia, como ocurrió con Cristina Fernández en Argentina o Fujimori en Perú.
Lastimosamente le correspondió al poder judicial hacer lo que le correspondía a un juez natural de un presidente que sería el Congreso de la República por medio de la famosa cámara baja o de “absoluciones”. Luego el caso pasó a la Corte Suprema que venía reclamando sus heridas por las famosas “chuzadas” de Uribe. Pero hábilmente el expresidente renunció a su fuero de congresista para ser acogido por la fiscalía y el imperio de los jueces ordinarios, aunque eso ya es historia colombiana.
Sin embargo, el verdadero conflicto no radica en la sentencia, sino en la batalla por su interpretación política. Para la extrema derecha, Uribe se convierte en mártir, un símbolo de la lucha contra la “izquierda radical” y la judicialización de la política. La narrativa del complot y la persecución judicial ya se impone entre sus bases, alimentando un relato que fortalece emocionalmente su militancia y que podría derivar en una nueva ola de movilización ultraconservadora. Por su parte, la izquierda gobernante ya exalta el 28 de julio como un acto de justicia histórica en forma de “refundación de la patria” contra el símbolo del paramilitarismo y de los abusos del poder, donde por fin tienen la respuesta al costoso interrogante: ¿quién dio la orden de las 6.402 ejecuciones extraoficiales? o los mal llamados falsos positivos, que ahora sí eran jóvenes “recogiendo café”, así como las respuestas de ¿Quién dio la orden de las masacres del Aro, La Granja y San Roque?, para el senador y actor procesal Iván Cepeda, hoy la justicia cura con una profunda verdad sobre el máximo responsable de estos graves delitos.
Políticamente, el fallo no solo sacudió al partido Centro Democrático, y a su presidente fundador, símbolo de la derecha tradicional colombiana que ahora enfrenta esta costosa condena penal que pone en entredicho su liderazgo y legado; también sacudió el panorama internacional como lo referenció el secretario de Estado Norteamericano Marco Rubio, quien se pronunció desde su estrado político en defensa del exmandatario colombiano aduciendo que “El único delito del expresidente colombiano Uribe ha sido luchar incansablemente y defender su patria”, si bien esta indebida intromisión extranjera, sin más muestras de delicadeza diplomática, prende una hoguera internacional mediante la politización del caso judicial como era de esperarse del Trumpismo radical, igual que Bernie Moreno y otro tanto muy significativo de legisladores gringos.
Así las cosas, la entronización del veredicto donde la juez declaró que “la Justicia no se arrodilla ante el poder”, anticipa una reconfiguración del mapa electoral de cara a las elecciones legislativas y presidencial de 2026. Una condena de esta naturaleza enredada y técnica nunca debilitará el liderazgo de un Uribe victimizado que reclama recuperar la seguridad democrática del país, incluso facilitará una transición hacia candidatos emergentes dentro de una coalición de la centro derecha. En suma, el juicio y la condena de Uribe no solo representan un precedente histórico en la justicia colombiana, sino que moldean un escenario político donde los electores evaluarán no solo opciones partidistas, sino también la integridad institucional, la coherencia ética en el ejercicio del poder y la transparencia frente al legado de impunidad.
La pregunta para 2026 será si Colombia opta por una derecha reformada o un compromiso renovado con la izquierda. Las implicaciones electorales son más profundas: la polarización se agudiza y las elecciones a Congreso y Presidencia del 2026 se perfilan como un plebiscito moral entre dos relatos antagónicos. La derecha radicalizará su discurso de resistencia, buscando en la figura de Uribe un aglutinante de base electoral, mientras que la izquierda aprovechará la condena como símbolo de su cruzada ética y reformista, donde el senador Iván Cepeda se consolida como el verdadero protagonista por la carrera a la presidencia a nombre de la izquierda colombiana que logra fructificar después de 13 años de esta lucha judicial. El riesgo mayor, sin embargo, es que la justicia sea tomada como un instrumento político y no como árbitro independiente, debilitando aún más la confianza ciudadana.
Colombia entrará en un ciclo electoral donde la realidad judicial será menos importante que la “verdad política”, y donde el país deberá decidir si sigue profundizando sus fracturas o encuentra una salida institucional que supere el legado del caudillismo, y como siempre, en esta polarización, el centro político se diluye, atrapado entre extremos que lo excluyen de la narrativa dominante y que podrían desincentivar su papel articulador en las elecciones de 2026.
Luis Fernando Ulloa
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