Hay frases que, de tanto repetirse, terminan pareciendo sensatas. Una de ellas, de las más corrosivas en nuestra vida pública, es la que dice: “Que roben, pero que hagan”. No es un simple comentario resignado; es una racionalización de una claudicación. Es el intento de convertir la corrupción en un mal tolerable y hasta necesario si al menos deja rastros de obras. Pero detrás de esa frase hay algo más que una resignación: hay una rendición moral, un pacto implícito con la mediocridad y una renuncia a exigir lo que nos corresponde.
Con frecuencia, este tipo de justificaciones se extienden a otras frases comunes también muy corrosivas, como éstas: “no pago impuestos porque los políticos inescrupulosos se los roban”, “para qué ser decente en un país que premia a los tramposos”. Independientemente de lo cierta que resulta la motivación de estas frases, lo que plantean es una paradoja ética: como el Estado o los políticos son tramposos y corruptos, yo también puedo ser tramposo y corrupto, sin que pase nada (nota 1). Pero esta lógica nos encierra en un círculo vicioso del que no salimos ganando, en el que hemos estado prácticamente en toda nuestra historia y está a la vista, lo que hemos logrado no ha sido bueno para la inmensa mayoría.
Este tipo de razonamientos se conocen como falacias. Una de ellas es la llamada “tu quoque”, que en latín significa “tú también”: desviar la atención de la falta propia señalando la falta ajena. Otra, más profunda, es la del mal menor, que plantea una falsa dicotomía: o aceptamos la corrupción con algo de obras, o nos condenamos a honestidad sin obras. Lo que se omite es que ambas cosas, transparencia y eficacia, no solo son posibles juntas, sino que deberían ser el común actuar de cualquier gobierno serio.
Pero quizás la más peligrosa de todas es la normalización del cinismo, que nos lleva a creer que la corrupción es parte del paisaje, que no hay nada que hacer y que es mejor adaptarse. Ese cinismo termina volviéndose cultura, criterio de evaluación pública y medida de lo posible. Y una sociedad que adopta esa lógica, deja de exigir. Y se vuelve espectadora de su propia degradación.
No se trata de idealizar ni de negar las dificultades estructurales del país. Todos sabemos que la corrupción no es un asunto de individuos aislados, sino de sistemas y arreglos institucionales que la facilitan o la toleran. Pero tampoco podemos ignorar que, en esa red, nuestras decisiones personales cuentan. Cuando justificamos lo injustificable porque “todos lo hacen”, contribuimos a que ese sistema se mantenga.
Decir que no hay salida, que todos lo han hecho, es también una forma de evadir la responsabilidad. Y la responsabilidad no empieza en las grandes decisiones del poder, sino en los pequeños gestos cotidianos: en pagar o no pagar un soborno, en justificar o no justificar la trampa, en cumplir o no cumplir con nuestros deberes civiles. Y no solo en cuanto hace al país, al departamento o a la ciudad, sino en nuestros entornos más cercanos, como las colectividades a las que pertenecemos, grupos de amigos y a nuestra propia familia. Nadie tiene la obligación de ser un héroe moral, pero sí tenemos el deber de no convertirnos en cómplices pasivos, verdaderos pusilánimes que con nuestro silencio aprobamos y aceptamos a los corruptos.
Debemos hacernos las preguntas más incómodas: ¿cuánto de lo que criticamos afuera lo hacemos, aunque sea en versión personal, dentro de nuestro propio contexto? ¿Cuánto daño nos hace esa lógica de “roban, pero hacen”, cuando sabemos que nos roban a nosotros mismos y a todos los ciudadanos, que no hay corrupción chica y que seguirá avanzando sin límite, y lo más absurdo, que ni siquiera hay garantía que se hagan las obras necesarias ni con la calidad requerida?
La ética pública no puede depender del ejemplo perfecto desde los gobernantes. Tiene que sostenerse desde nuestras propias acciones, desde lo que cada uno decide tolerar o no. Porque si esperamos a que el Estado sea perfecto para actuar con decencia, estamos simplemente justificando que abandonamos nuestra responsabilidad de ciudadanos y nos volvimos tramposos y corruptos también. Si todos nos robamos todo, entonces ¿qué futuro nos depararemos a nosotros mismos, a nuestro país, a nuestros hijos y nietos?
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Nota 1: Una reflexión necesaria sobre moral, ética y derecho en Reconciliar la moral, la ética y el derecho: un magno reto que tenemos que asumir.
“El problema del mal ejemplo de los más altos dirigentes no es que con su corrupción roben más que todos, sino que le enseñan a robar a todos”.
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