El Ministerio de Transporte expidió recientemente la Resolución 20253040029505, con la cual se oficializa el uso del Análisis Costo Beneficio (ACB) como instrumento de estructuración de proyectos de infraestructura de transporte, bajo un enfoque orientado al bienestar de las personas. Es, sin duda, un paso histórico y a la vez, vergonzoso. La misma necesidad de expedir una resolución sectorial para recordar lo que debería ser obvio, que el Estado debe decidir con base en la rentabilidad social de los proyectos, revela cuánto nos hemos quedado atrás en madurez institucional estatal y en madurez de nuestra democracia, lo cual es mucho peor. Y más, si se tiene en cuenta que el alcance de este paso de desatraso que estamos dando con esta resolución es solo para el sector transporte.
Rentabilidad social: el deber del Estado
La rentabilidad social en un proyecto de transporte público de pasajeros es, en términos simples, la diferencia entre los beneficios y los costos que un proyecto genera para la sociedad en su conjunto, no solo para las finanzas de la obra. Incluye impactos en movilidad, tiempo ahorrado, seguridad, salud, medio ambiente, productividad, equidad y calidad de vida. Son dimensiones más complejas de estimar que los flujos financieros, pero no son opcionales: un Estado moderno tiene que decidir con base en ellas.
De allí la contundencia de la lógica: un gobierno que prioriza proyectos por intereses políticos, cálculos electorales o conveniencias de contratistas, como tantas veces ocurre, traiciona su deber fundamental. Los resultados los conocemos: proyectos mal madurados, obras inconexas, sobrecostos y corrupción.
Que haya sido necesario regular este principio básico, y además restringido al sector transporte, habla del rezago existente. Desde hace dos siglos deberíamos tener claro que toda inversión pública, de cualquier sector, debe estar orientada al bienestar de las personas. Que aún no lo sea, muestra un Estado atrapado en la inmediatez y en la politiquería.
La virtud de la estandarización
El otro gran acierto de la resolución es la estandarización de los análisis, que emergió de las conclusiones que arrojó el estudio que la Agencia Nacional de Infraestructura -ANI- contrató en 2023 con la Sociedad Colombiana de Ingenieros -SCI- (ANI Documento 4y5, 2024) según informaron durante la presentación que hizo la ministra con sus colaboradores del Ministerio del Transporte en la Universidad del Rosario la semana pasada. El ACB debe producir un indicador sintético, la relación beneficio/costo, que permita comparar proyectos distintos y priorizarlos de acuerdo con su impacto social, para lo cual se requiere que la metodología para desarrollarlo sea estándar. Pero, como dijeron los expositores, en el caso del Metro de Bogotá ni siquiera eran comparables las alternativas para la misma solución en la misma ciudad, pero en años diferentes: se aplicaron metodologías distintas que necesariamente arrojan cifras inconexas.
El absurdo era evidente: proyectos del mismo sector, e incluso del mismo tipo de infraestructura, se miden con instrumentos diferentes. La resolución corrige parcialmente ese error, pero solo en transporte. Sin estandarización transversal entre sectores, el país seguirá sin poder construir un listado confiable priorizado nacional de proyectos, algo elemental para planificar con visión de Estado.
Y sin esa jerarquización, veremos seguir priorizando andenes en municipios sin alcantarillado, o parques cuando no están completos los sistemas de saneamiento básico. No porque la comunidad lo pida, y pese a que los ciudadanos difícilmente cuentan con herramientas técnicas para analizar prioridades complejas, sino porque los políticos deciden de acuerdo con sus intereses. Y ya sabemos cuán expuestas están esas decisiones a la corrupción.
Planeación de largo plazo, el gran ausente
La ausencia de un método estandarizado y obligatorio de comparación refuerza una de las taras más graves de Colombia: la falta de planeación de largo plazo.
Los planes de Gobierno barrieron con los planes de Estado. Sin un inventario priorizado de proyectos estratégicos, cada administración arranca de cero y escoge según su conveniencia. No es extraño entonces que el país siga “en vías de desarrollo”, con obras inconclusas, iniciativas que se repiten y recursos públicos dilapidados.
La planificación estratégica de infraestructura no puede quedar al vaivén de las elecciones ni al cálculo de clientelas políticas. Requiere reglas claras y una institucionalidad robusta que obligue a decidir con base en la rentabilidad social, en beneficio de todos y no de unos pocos.
El cambio de procedimiento: del trámite a la esencia
Un aspecto novedoso de la resolución es que el ACB ya no se concibe como un requisito de trámite al final del proceso, diseñado para justificar lo que el gobernante de turno ya decidió. Por el contrario, debe acompañar desde el inicio al diseño y en cada iteración retroalimentando las alternativas y buscando siempre la mayor relación beneficio/costo.
Es un giro radical: deja de ser el “sello” complaciente de un informe contratado para justificar decisiones políticas ya tomadas, y se convierte en la herramienta central para identificar la mejor opción, de verdad. Si se cumple, sería un cambio cultural en la forma de planear y estructurar proyectos públicos.
Lo que aún falta
La resolución del Ministerio de Transporte es un paso necesario, pero insuficiente. Mientras no se extienda a todos los sectores y no se convierta en política de Estado, seguiremos presos del cortoplacismo, de la discrecionalidad y de la corrupción que carcome la inversión pública.
El costo-beneficio de este atraso lo hemos pagado todos: con pobreza persistente, desigualdad territorial, infraestructura incompleta, oportunidades perdidas y una corrupción galopante.
Si queremos dejar de estar “en vías de desarrollo”, el camino está claro: todas las decisiones de inversión pública deben regirse, sin excepción, por la rentabilidad social y por metodologías estandarizadas que permitan priorizar lo que más bienestar genera a los colombianos.
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