En la vida todos nos equivocamos. En el amor, en la familia, en el trabajo… alguna vez hemos pedido una segunda oportunidad. Y cuando la hemos recibido, hemos podido demostrar que no somos solo nuestros errores, que también tenemos la capacidad de levantarnos y hacer las cosas mejor.
¿Por qué entonces nos cuesta tanto entender lo mismo como sociedad? La Constitución colombiana lo dejó claro cuando abolió la pena perpetua: Nadie puede ser condenado para siempre a la exclusión. La justicia no puede reducir a una persona únicamente a su error. Quien ya pagó su deuda con la ley tiene derecho a seguir adelante, a reconstruir su vida, a volver a empezar.
Negar ese derecho sería traicionar el mismo Estado de Derecho. La ley penal colombiana dice que la finalidad de la pena es la resocialización y la reinserción, y lo mismo establecen los tratados internacionales en derechos humanos que Colombia ha firmado. Eso significa que como ciudadanos tenemos el deber de abrir espacios para que el que ya cumplió pueda volver a ser parte de la sociedad.
El problema es que hoy sabemos que el sistema penitenciario no cumple esa tarea. La Corte Constitucional declaró que las cárceles están en un estado de cosas inconstitucional, porque sus condiciones de dignidad están muy por debajo de lo que ordena la Constitución. En palabras sencillas: la cárcel no resocializa. Siendo así, ¿qué nos queda? Apostarle a la reconciliación, al perdón y a crear espacios reales de reintegración.
En Colombia hemos permitido que actores armados, responsables de gravísimas violencias, hayan sido indultados y reincorporados incluso a la vida política. ¿Cómo negar entonces que un ciudadano que ya pagó su deuda con la justicia también tenga derecho a un nuevo comienzo? El perdón no puede ser selectivo, ni privilegio de unos pocos. Debe ser una regla de humanidad para todos.
Incluso desde la fe, el evangelio nos recuerda que hay que perdonar “setenta veces siete”. Ese llamado va más allá de la religión: es una invitación a no condenar a nadie a vivir eternamente bajo la sombra de su error. Una sociedad que no sabe perdonar, que no abre caminos para empezar de nuevo, está destinada a fracturarse.
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Ejemplos como el de Johanna Bahamón y la Fundación Acción Interna demuestran que las segundas oportunidades no son una ilusión: Son posibles. Allí, muchas personas privadas de la libertad han podido estudiar, trabajar, emprender y reconciliarse con sus familias y con el país. Es la prueba de que cuando confiamos en los nuevos comienzos, las vidas cambian y la sociedad también se fortalece.
Pero no basta con dejar esta tarea en manos de fundaciones o de ciudadanos ejemplares. Las instituciones deben asumir ese compromiso. El Estado no puede seguir midiendo su fuerza en la dureza de las penas, sino en su capacidad de reconciliar, incluir y permitir que quienes ya cumplieron escriban una nueva página de su historia.
La verdadera pregunta que debemos hacernos como ciudadanos es esta: ¿qué clase de país queremos ser? ¿Uno que encadena de por vida por sus errores o uno que entiende que la grandeza está en permitir que otros vuelvan a empezar?
Porque la fortaleza de un Estado no está en castigar más, sino en tener la madurez para construir sobre el perdón y las segundas oportunidades. Y si en lo personal pedimos esas oportunidades a diario, ¿por qué negarlas en lo social?
Gustavo Moreno Rivera
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