En el gran tablero del comercio mundial, un rugido volvió a escucharse. Donald Trump, el mercader errante del Norte, lanzó un hechizo desde su torre digital — un tuit que rompió la calma— cancelando su reunión con Xi Jinping y reavivando la antigua guerra comercial con el Dragón del Oriente.
El eco fue inmediato: el petróleo cayó como si hubiera perdido su fuego, el dólar titubeó entre la fuerza y la duda, y los inversionistas, asustados, huyeron a las montañas del oro, la plata y los bonos del Tesoro, buscando refugio seguro. Las bolsas de EE. UU., que bailaban sobre máximos históricos, tropezaron y cerraron la semana con heridas visibles.
Mientras tanto, en el reino de las materias primas, los metales y el café resplandecían con fuerza.
Los sabios empezaron a hablar de un nuevo “superciclo”, como el de los viejos tiempos, cuando las montañas eran minas y los campos, tesoros. Solo el petróleo seguía débil, un dragón cansado que, paradójicamente, mantenía la inflación global bajo control.
Los cronistas del Sur ya susurraban que Colombia podría beneficiarse del auge agrícola que venía con esta nueva ola.
En los salones de la geopolítica, un nuevo nombre brilló: María Corina Machado, quien recibió el Nobel de Paz, símbolo de la mirada occidental sobre los conflictos de América Latina.
Estados Unidos, por su parte, extendió su mano a Argentina, financiando su causa y dejando claro que el tablero regional era más político que económico.
En Perú, el caos seguía sin alterar demasiado los mercados —un drama que los mercaderes ya habían aprendido a ignorar.
En el Reino de Colombia, la inflación seguía indómita: 5,18% anual, más alta de lo previsto, impulsada por educación, arriendos e internet.
Los sabios del Banco Central hablaban de un “año perdido” en la lucha contra los precios, y las esperanzas de bajar tasas parecían desvanecerse como humo. Colombia se mantenía entre los reinos con mayor inflación de la región, solo superada por las tierras turbulentas de Argentina y Venezuela.
En los pasillos del tesoro, JP Morgan lanzó un nuevo pergamino:
“El déficit fiscal del reino alcanzará -4,3% del PIB, el más alto en cinco años”.
Pero no todo era oscuridad. Los contadores del reino, liderados por el Ministerio de Hacienda, ejecutaron un hechizo financiero de gran escala: intercambiaron deuda por 43 billones, reduciendo el saldo total en 8 billones y los intereses en 2 billones. Una jugada astuta para ganar tiempo, mejorar tasas y aliviar la caja, aunque algunos advertían que el uso de swaps y deuda en francos suizos podía volverse un arma de doble filo.
El Banco de la República, desde su torre de cristal, también aportó magia: compró TES, inyectando liquidez al reino y ayudando a calmar las tasas.
Y así, mientras el Norte libra guerras digitales y los metales del Sur despiertan de su letargo, los mercados permanecen vigilantes. Los dragones del comercio respiran de nuevo, los alquimistas del oro sonríen… y los sabios del Tesoro saben que el verdadero desafío apenas comienza.
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