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Confidencial Noticias 2025

| Rafael Fonseca |

Se premia la mediocridad y se evita que haya diferencias entre unos alumnos y otros, confundiendo igualdad de oportunidades con igualdad de resultados”, escribió Ignacio Danvila del Valle al analizar el más reciente informe PISA de la OCDE (Danvila, 2025). Y no podría haberlo dicho mejor. La pérdida de autoridad del docente, y con ella, del principio del mérito y del valor del esfuerzo, se ha convertido en el síntoma visible de un deterioro cultural más profundo: el abandono de la idea de que la educación forma personas y no solo instruye mentes.

El maestro dejó de ser referencia moral y se convirtió en animador pedagógico. La escuela, que debía ser el espacio de aprendizaje de la responsabilidad, se ha ido convirtiendo en un terreno de negociación emocional donde cualquier exigencia se interpreta como agresión. Se confunde respeto con complacencia, inclusión con renuncia a la exigencia, y autoridad con autoritarismo.

El diagnóstico de Danvila es demoledor: al evitar la frustración, al borrar las diferencias entre los que se esfuerzan y los que no, estamos cultivando generaciones frágiles, sin rumbo, que crecerán sin entender que la vida no premia la intención sino el compromiso, el mérito y la constancia.

Una sociedad sin maestros que enseñen a ser

Como nadie puede enseñar lo que no es, el reto que tenemos hoy es superior. No contamos con una generación que le enseñe a la siguiente los fundamentos de la vida colectiva que se han ido degradando y hasta vilipendiando: integridad, ética, empatía, humanidad, civismo, respeto, responsabilidad, urbanidad, merecimiento, derechos y deberes. En muchos casos, ni los padres ni los profesores están preparados para esa tarea, porque también fueron educados en una cultura que ha venido cambiando sus valores en las últimas cinco décadas.

Y entre esa inversión de valores se ha refundido el concepto de autoridad. En la casa, en el aula, en la vida. La casa y el aula son radicalmente impactantes porque lo que se educa en aquellas épocas de la vida generalmente dura para siempre en las mentes futuras. Pero en el aula, fuera de casa, es donde principalmente se forma el humano-social al verse menos protegido por los lazos familiares mientras se expone al mundo, a la vista del mundo de los otros.

La consecuencia es previsible: cuando se diluye la autoridad del maestro, se erosiona la idea de orden social. La escuela deja de ser el primer espacio de convivencia civilizada y la anarquía comienza a germinar desde la infancia. Un país que no respeta a sus maestros ni fortalece su autoridad moral, está condenado a perder el norte ético de su desarrollo.

Danvila lo dice con crudeza: “Se detestan la cultura del esfuerzo, el afán de superación y la búsqueda de la excelencia”. Le asiste la razón. El problema parece no ser solo español, sino mundial. En Colombia, los síntomas son los mismos.

La otra cara del problema

Julián de Zubiría, en su serie de columnas recientes en El Espectador, ha insistido en que la calidad de un sistema educativo “no puede superar la calidad de sus maestros”. Advierte que no basta con aumentar salarios. Lo que está en crisis no es el ingreso, sino la formación integral del docente, su capacidad para ser líder, referente, orientador, dice.

De Zubiría denuncia que los maestros trabajan aislados, cada uno “remando para un lado distinto”, y que la pedagogía oficial ha desdibujado la figura del maestro como autoridad intelectual y moral. En otras palabras, lo que Danvila denuncia como pérdida de autoridad en el aula, De Zubiría lo traduce en un vacío de liderazgo educativo: una escuela sin norte, sin cohesión y sin propósito.

Y a ello se suma un actor clave: los papás. El trabajo del aula no puede prosperar si el maestro rema solo. Hoy muchos padres, lejos de ser aliados, alientan, reproducen y legitiman las mismas conductas que debilitan la formación de sus hijos: falta de responsabilidad, irrespeto, ausencia de límites. Peor aún, algunos interponen su poder para desacreditar al profesor exigente, lo que refuerza la mediocridad y destruye el sentido de misión del educador. La educación, sin corresponsabilidad familiar, es un barco sin timón.

No existirá un punto de inflexión hacia un mejor bienestar colectivo que no pase por un cambio significativo en el sistema educativo y en la educación que allí se imparta, advirtiendo que debe ser una educación que ahora también debe incluir a los papás y no solo a los niños. Sin esa transformación moral y formativa, cualquier política social será apenas un paliativo.

En los diagnósticos hay una misma advertencia: si el docente no ejerce autoridad, la sociedad pierde su brújula ética. La escuela ya no forma ciudadanos sino consumidores; ya no transmite valores sino emociones pasajeras; ya no enseña a pensar sino a reaccionar.

Autoridad no es autoritarismo

Recuperar la autoridad del docente no significa volver al látigo ni al miedo. Entre otras cosas porque sería prácticamente imposible. Significa recuperar la legitimidad de quien enseña porque sabe, orienta y da ejemplo. La autoridad auténtica no se impone: se gana. Se funda en el conocimiento, la coherencia y la confianza.

Una maestra o un maestro que ejerce su autoridad con justicia y empatía enseña mucho más que contenidos: enseña que la vida tiene reglas, límites y consecuencias. Enseña que el esfuerzo tiene sentido y que la libertad sin responsabilidad se convierte en caos.

Cuando el alumno aprende que puede desafiar sin razón, insultar sin sanción, copiar sin castigo, o pasar de curso sin mérito, está aprendiendo, desde la infancia, que las normas no importan. Y una sociedad que normaliza esa idea no está formando ciudadanos libres, sino individuos incapaces de convivir.

El reto mayor: educar para la humanidad

Si desde el colegio se pierde el sentido de la autoridad, la anarquía crecerá y será cada vez más difícil controlarla. No se trata de un problema disciplinario, sino civilizatorio. La autoridad del maestro es la primera forma de autoridad legítima que conoce un niño fuera de casa. Allí aprende que hay jerarquías que no humillan, normas que protegen y límites que educan.

Educar para la humanidad, como diría Morin, exige restituir esa figura del maestro como portador de sentido. No hay aprendizaje posible sin respeto, ni respeto sin reconocimiento de una autoridad que lo merezca.

En un mundo saturado de información, la verdadera revolución educativa no será tecnológica, sino ética: ante todo, volver a creer en el poder del ejemplo. Porque cuando el maestro pierde la autoridad, no es solo la escuela la que fracasa, es la sociedad entera la que se descompone.

Rafael Fonseca Zarate

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