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Confidencial Noticias 2025

| Rafael Fonseca |

Durante décadas, el debate económico giró en torno a una dicotomía cómoda: o se creía en el mercado libre y la competencia como motores del progreso, o se defendía la intervención estatal como correctivo y garantía de equidad. Esa discusión, que llenó libros, campañas políticas y cátedras universitarias, parece hoy una antigüedad. Las realidades de este siglo han dejado sin suelo tanto al neoliberalismo como a sus viejos antagonistas.

Primero, el propio Estados Unidos, cuna de la ortodoxia del mercado, ha terminado haciendo exactamente lo que por años predicó que no debía hacerse: intervenir directamente (Reuters, 2025), subsidiar, dirigir y proteger. Ya desde el 2022, el CHIPS and Science Act había destinado más de 280.000 millones de dólares para apoyar la producción nacional de semiconductores; y el Inflation Reduction Act comprometió otros cientos de miles de millones en subsidios verdes, en un movimiento que mezcla política industrial con estrategia geopolítica frente a China. Como se ve, hoy profundiza esa senda.

No es una anécdota. Es un giro de economía política.

El mismo país que evangelizó al mundo con el libre mercado está actuando hoy como un Estado cerrado y planificador que decide dónde invertir, qué producir y a quién apoyar. Es una materialización del “Estado emprendedor” que Mariana Mazzucato describió hace más de una década: un Estado que no se limita a “corregir fallas del mercado”, sino que invierte, arriesga y crea mercados nuevos. En su libro The Entrepreneurial State, Mazzucato, (2013) documentó que casi todas las innovaciones que sostienen la economía digital (internet, GPS, y pantallas táctiles) fueron financiadas con dinero público antes de que los inversionistas privados se animaran. Curiosamente, la realidad actual hace que el discurso de la “iniciativa privada” suene más a ideología y menos a evidencia.

En el otro extremo del tablero está China, que se ha convertido en el mayor laboratorio del siglo XXI. Su sistema económico no es ni capitalismo ni socialismo como hemos entendido. Es ambos a la vez. Combina planeamiento central, competencia de mercado y emprendimiento privado, bajo la dirección estratégica del Estado-partido. El gobierno define objetivos quinquenales, controla la infraestructura, fija prioridades tecnológicas y, a la vez, permite que empresas privadas, de la que es copropietario, como Huawei, BYD, Alibaba y Tencent, compitan e innoven a velocidades vertiginosas. Y el resultado está a la vista: crecimiento muy rápido y sostenido, dominio en tecnologías clave y una expansión global que dejó perplejos a quienes creían que solo el libre mercado podía generar eficiencia, crecimiento, desarrollo, prosperidad y sacar gente de la pobreza. Ninguna teoría económica clásica había previsto algo así.

Ambos casos, el estadounidense y el chino, desmontan los dogmas que nos enseñaron sobre la supuesta oposición entre Estado y mercado. Hoy el poder económico se ejerce a través de información, datos y algoritmos, no solo de capital financiero o producción física. El mercado podría ya no ser el mecanismo más eficiente para coordinar oferta y demanda: la inteligencia artificial empieza a hacerlo mejor. Los algoritmos podrán anticipar el consumo, ajustar precios, mover inventarios y hasta decidir inversiones antes de que los humanos puedan darse cuenta. En esa lógica, un sistema estatal o corporativo que maneje los datos globales podría, literalmente, planificar la economía sin llamarlo planificación central.

No se trata de ciencia ficción. Sam Altman, director de OpenAI, ha esbozado esa visión de un futuro donde la productividad extrema generada por la IA permitiría a las grandes tecnológicas convertirse en una especie de para-Estado digital, capaz de sostener incluso un salario básico universal para millones de personas que ya no tendrían que trabajar. Sería, paradójicamente, comunismo sin ideología, gestionado por algoritmos privados, y dando paso a un nuevo sistema político basado en unas pocas empresas privadas super-poderosas que ejercerán una dictadura en la práctica (Fonseca, 2025).

Estas transformaciones hacen tambalear la arquitectura intelectual sobre la que se construyó la economía moderna. Si el precio ya no es el principal portador de información, como decía la teoría, si el trabajo deja de ser el centro de la producción, y si un para-Estado llega a ser protagonista, pero con herramientas digitales, entonces el edificio conceptual de la economía se viene abajo. Y su siamesa, la política, se revuelve en su propio laberinto: ya no hay derechas ni izquierdas coherentes, sino estrategias de poder adaptándose a una economía que ya no obedece a ninguna teoría.

El resultado es un mundo donde las viejas etiquetas ya no sirven. Los Estados invierten como las empresas, las empresas regulan como los Estados y los algoritmos reemplazan las decisiones humanas que antes eran políticas. Las teorías económicas y políticas se están volviendo obsoletas, no porque hubieran sido falsas, sino porque fueron diseñadas para un mundo que ya no existe.

Tenemos que comprender esto para dejar de perder el tiempo en las viejas discusiones que solo representan pérdidas de tiempo ahora, a no ser para los historiadores económicos. El desafío ya no es “escoger” entre mercado o Estado, sino aprender a gobernar la inteligencia que los sustituye. Porque, si los algoritmos van a planificar por nosotros, más vale que pongamos atención a quién los programa, con qué propósito y en beneficio de quién.

Por: Rafael Fonseca Zárate

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