Mientras la ciudad avanzaba en un mero discurso de sostenibilidad, movilidad eléctrica y modernización urbana, nos llegó la previsible crisis eléctrica que no es un accidente técnico ni un fenómeno repentino pero sí llegó de manera silenciosa, y lo peor es que pareciera que los políticos quieren que se quede cómodamente instalada. La Nación tampoco puede garantizar lo esencial que Bogotá requiere en materia energética, pues la electricidad se constituye como el sostenimiento de todo el desarrollo en constante crecimiento.
Hoy, la ciudad capital opera con un sistema eléctrico al límite, con un margen mínimo de reserva y con una demanda que aumenta año tras año. El crecimiento urbano, la expansión de edificaciones, la electrificación del transporte y el impulso tecnológico han disparado el consumo. En pocas palabras, Bogotá crece más rápido de lo que su sistema energético puede soportar. La ciudad está ampliando su demanda, pero no su capacidad. Se proyecta que, si la tendencia continúa, la capital podría enfrentar un racionamiento que afectaría hogares, industria, hospitales y la vida urbana en su conjunto.
La raíz del problema es clara, Bogotá no cuenta con la infraestructura eléctrica necesaria para responder a su crecimiento. Hoy depende casi por completo del sistema eléctrico nacional y opera con redes de transmisión insuficientes. Para garantizar estabilidad y seguridad energética, se requieren, como mínimo, dos nuevas líneas de transmisión que refuercen la conexión de Bogotá con el Sistema Interconectado Nacional, así como nuevas subestaciones y ampliaciones de su capacidad operativa. Sin esa infraestructura, la ciudad no podrá sostener la demanda creciente ni evitar el riesgo de apagones o racionamientos.
Sin embargo, el marco normativo actual no responde a esta urgencia, aunque se adoptaron decisiones distritales como el Acuerdo 946 de 2024, orientado al ahorro de energía y agua, y el Acuerdo 927 de 2024, que adopta el Plan Distrital de Desarrollo, ninguno prevé acciones concretas en materia de gestión para la expansión de infraestructura eléctrica o construcción de nuevas líneas de transmisión que indudablemente exige voluntad política y coordinación con el gobierno nacional. Lo que deja a la ciudad en campo de las normas declarativas, más no operativas, mientras que Bogotá enfrenta un problema estructural con herramientas jurídicas simbólicas.
El control político del Concejo de Bogotá tampoco ha sido suficiente. A pesar de los debates y las alertas sobre el riesgo de desabastecimiento, no se han generado decisiones vinculantes ni se han exigido planes de acción con cronogramas, responsables y mecanismos de financiamiento. Las discusiones reconocen el riesgo, pero no lo transforman en política pública efectiva.
Este vacío se agrava por la ausencia de un sistema legal especial que permita coordinar de manera obligatoria las responsabilidades entre la Nación y el Distrito. En un contexto marcado por la fría relación política entre el presidente Gustavo Petro y el alcalde Carlos Fernando Galán, la ejecución de obras estratégicas quedó atrapada en la indiferencia mutua. Ni la Nación impulsa las grandes obras energéticas ni el Distrito lidera una hoja de ruta territorial. La infraestructura quedó huérfana de autoridad y voluntad.
La respuesta que Bogotá necesita es tan concreta como inaplazable: más infraestructura, más recursos y un marco legal robusto. Esto implica asegurar la construcción de por lo menos dos nuevas líneas de transmisión, destinar recursos económicos para garantizar la ejecución de las obras y avanzar en un proyecto de ley de la República que establezca una hoja de ruta obligatoria para la expansión energética de la capital. Este marco jurídico debería fundamentarse en los principios constitucionales de coordinación, concurrencia y subsidiariedad, donde la Nación planifica y financia la infraestructura estratégica; el Distrito gestiona territorio, licencias y socialización comunitaria; y ambos asumen responsabilidades sincronizadas y verificables.
Si la energía es un servicio esencial, no puede quedar a merced del conflicto político entre dos gobiernos enfrentados, así la ley debe blindar las obras estratégicas frente al vaivén político y garantizar que la seguridad energética sea un deber jurídico y no una promesa discursiva. Solo así Bogotá podrá evitar convertirse en una capital sostenible solo en el discurso, pero al borde del apagón en la realidad. La energía no puede seguir siendo víctima del hielo político entre Galán y Petro; debe convertirse en un compromiso institucional inaplazable.
Luis Fernando Ulloa
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