La historia no avanza en línea recta. Tiene retrocesos, bifurcaciones y momentos de disputa abierta por el sentido del futuro. Hoy vivimos uno de esos momentos. En distintos lugares del mundo y también en Colombia reaparecen y se posicionan discursos que prometen orden, grandeza y estabilidad, pero que en realidad reciclan viejas fórmulas neofascistas basadas en el miedo, el odio al diferente, el autoritarismo y la concentración obscena de la riqueza. Frente a ese riesgo, la transición progresiva y la apuesta por un Estado más equitativo y justo no son una moda ideológica. Son una necesidad histórica.
La transición progresiva parte de una premisa elemental. Las sociedades no se transforman por saltos al vacío ni por imposiciones violentas, sino mediante reformas profundas, sostenidas y democráticas que amplían derechos, reducen desigualdades y fortalecen lo público. No se trata de destruirlo todo ni de conservarlo todo. Se trata de cambiar lo que produce exclusión y sufrimiento, cuidando la estabilidad social y la convivencia democrática. Esa es precisamente la fortaleza del Estado Social de Derechos. Su capacidad de combinar justicia social con libertades, redistribución con institucionalidad, cambio con gobernabilidad.
Las corrientes neofascistas, en cambio, se alimentan del malestar social sin ofrecer soluciones reales. Señalan enemigos internos como migrantes, movimientos sociales, sindicalismo, feminismos, población LGBTIQ+, pueblos étnicos y jóvenes inconformes para ocultar a los verdaderos responsables de la desigualdad. La codicia sin límites, la captura del Estado por élites económicas y la mercantilización de derechos básicos como la salud, la educación y la vivienda. Allí donde prometen orden, entregan represión. Donde prometen crecimiento, profundizan la exclusión. Donde dicen defender la nación, debilitan la democracia y entregan la soberanía.
Un gobierno democrático, incluyente, justo y equitativo es, ante todo, un dique frente a esa deriva autoritaria. Defiende el Estado social de derecho, la separación de poderes, la libertad de prensa y la participación ciudadana, pero entiende que la democracia no puede sostenerse sobre estómagos vacíos ni territorios abandonados. Sin justicia social no hay democracia duradera. Por eso la transición progresiva pone en el centro políticas redistributivas, una reforma fiscal justa, inversión en lo público, trabajo digno, protección ambiental y reconocimiento efectivo de la diversidad social y cultural.
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En países como el nuestro, marcados por la violencia política y la exclusión histórica, esta transición tiene además un sentido ético profundo. Apostar por reformas sociales, por la paz, por la reducción de brechas territoriales y por la ampliación de derechos no es debilitar el Estado como repiten los voceros del miedo. Es fortalecerlo desde la legitimidad social. Es cerrar el caldo de cultivo del autoritarismo y la violencia armada, que siempre crece allí donde la desigualdad se normaliza y la esperanza se marchita.
En este punto es necesario llamar la atención sobre un aspecto decisivo. La sociedad colombiana no puede equivocarse en la estrategia de reelegir el cambio y de sostener de manera progresiva las transformaciones que se han iniciado. Esto exige madurez política, evitar los triunfalismos y reconocer que cada avance, por pequeño que parezca, arrastra a mediano y largo plazo nuevos cambios que no siempre son inmediatos ni lineales. Pretender desmontar en un solo periodo de gobierno todo el andamiaje sobre el cual se edificó una de las sociedades más inequitativas e injustas del mundo no solo es irreal, sino profundamente irresponsable.
Las estructuras de exclusión, corrupción, violencia, narcotráfico y privilegio se consolidaron durante décadas, incluso siglos, y su superación requiere tiempo, persistencia y continuidad democrática. La construcción de una paz integral con justicia social no será rápida ni sencilla. Con toda probabilidad tardará en repararse o en edificarse al menos el triple del tiempo que hemos vivido sumidos en la violencia armada.
Este esfuerzo nacional no ocurre en aislamiento. Seguramente un avance internacional en el fortalecimiento de la socialdemocracia, con pueblos y sociedades más preparadas, más críticas y culturalmente más resistentes a los discursos del odio, le posibilitará a las naciones transitar hacia un nuevo estado histórico. Un estado con más justicia social, con una paz que incluya una relación armónica con la naturaleza, y con mayores niveles de integración, reconocimiento y cooperación entre los pueblos. En un mundo interdependiente, la defensa de la democracia y de la justicia social será necesariamente una tarea compartida.
La disputa actual no es entre izquierda y derecha en términos abstractos. Es entre democracia y autoritarismo, entre un futuro compartido y un presente de privilegios excluyentes. La transición progresiva marca un rumbo con más derechos, más igualdad, más participación con poder de decisión, más cuidado de la vida, más transparencia. Frente a quienes quieren revivir viejas recetas neofascistas disfrazadas de novedad, el progresismo ofrece algo mucho más poderoso. La convicción de que el cambio es posible sin renunciar a la democracia. Defender hoy el Estado Social de Derecho es defender la posibilidad misma de un futuro común. No hacerlo sería abrirle la puerta a un retroceso que la historia ya nos ha mostrado demasiado caro en vidas, libertades y dignidad.
Luis Emil Sanabria Durán
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