Han pasado treinta años desde que la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer, celebrada en Beijing en 1995, marcó un antes y un después en la historia de la igualdad de género. Aquella convención fue mucho más que un encuentro: fue la proclamación de un compromiso global con los derechos de las mujeres, un llamado a transformar mentalidades y derribar las barreras que limitan la participación plena de la mitad de la humanidad.
Hoy, tres décadas después, recordamos que los avances son innegables, pero también insuficientes. Persisten las brechas en el acceso al poder político, económico y social. Persisten las violencias que buscan silenciar nuestras voces. Persisten las resistencias culturales que todavía ponen en duda nuestra capacidad de liderazgo. Pero también persisten —y se multiplican— la fuerza, la creatividad y la resiliencia de las mujeres que, desde China hasta América Latina, sostienen los cambios más profundos de nuestras sociedades.
La posición de las mujeres en el poder revela las contradicciones de nuestro tiempo. En China, mujeres jóvenes lideran procesos de innovación, ciencia y tecnología, reclamando su espacio en esferas históricamente dominadas por hombres. En América Latina, los movimientos feministas han marcado la agenda pública y han empujado gobiernos, parlamentos y empresas hacia políticas más inclusivas. Sin embargo, tanto en Oriente como en Occidente, la representación plena sigue siendo un desafío pendiente: llegar al poder no es suficiente si no logramos transformar las estructuras que lo sostienen.
El cambio de mentalidad es, quizá, la tarea más difícil y más urgente. Porque la igualdad no se mide solo en leyes o porcentajes, sino en la capacidad de una sociedad de respetar la dignidad de cada mujer y de cada persona. Se trata de aprender a ponernos en los zapatos de quienes viven desigualdades más profundas, de escuchar los silencios, de entender que la justicia social empieza en el reconocimiento de la diferencia.
En un mundo atravesado por crisis, guerras, desplazamientos y desigualdades, las mujeres seguimos siendo portadoras de esperanza. Construimos sueños no como utopías lejanas, sino como rutas concretas para transformar la vida cotidiana. Los sueños que nacen de Beijing, de Bogotá, de Shanghái, de Buenos Aires o de Ciudad de México son sueños que se entretejen en la búsqueda de sociedades más justas, pacíficas e igualitarias.
Beijing+30 no es solo una conmemoración: es un recordatorio de que la igualdad no se hereda, se construye. Que el poder de las mujeres no se otorga, se ejerce. Que los sueños colectivos son la fuerza más poderosa para cambiar el rumbo de la historia.
Hoy, más que nunca, necesitamos construir esos sueños juntas y juntos. Porque la igualdad no es una meta final, sino el camino mismo hacia un futuro compartido.
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