¿Y por qué a ciertos sectores les incomoda que se recupere?
Por décadas, la soberanía nacional ha sido un concepto invocado en los discursos patrióticos, pero vaciado de contenido en la práctica política. Si queremos responder con honestidad a la pregunta de cuándo se perdió la soberanía de Colombia, debemos mirar más allá de los momentos formales, como los tratados internacionales o las reformas constitucionales y reconocer un proceso paulatino de renuncias, imposiciones externas y sumisiones voluntarias que han ido vaciando de sentido el principio de autodeterminación de los pueblos.
La soberanía comenzó a diluirse cuando se subordinó el interés nacional a las recetas de organismos multilaterales como el FMI y el Banco Mundial. Desde los años 90, con la imposición del modelo neoliberal, los intereses económicos impusieron un rumbo económico que priorizó la apertura indiscriminada de mercados, la flexibilización laboral, la privatización de servicios públicos esenciales, y la extranjerización de sectores estratégicos de la economía, como la minería, las comunicaciones y la energía. El país en manos de los sectores políticos y económicos tradicionales, dejó de decidir soberanamente sobre su modelo de desarrollo y aceptó que las decisiones económicas claves se tomaran en Washington o se escribieran en inglés.
También perdimos soberanía cuando el Estado permitió que su política antidrogas fuera diseñada y dirigida desde el Pentágono, en el marco del Plan Colombia, con consecuencias devastadoras para nuestras comunidades rurales. En lugar de una política integral de desarrollo agrario, se optó por la fumigación masiva con glifosato, por la criminalización de campesinos, por el despojo de tierras y por la militarización de vastos territorios. Se perdió el control sobre el territorio y sobre la seguridad, en nombre de una “cooperación” que supeditó la política interna a los intereses geoestratégicos de Estados Unidos.
Sin soberanía, un Estado no tiene poder propio ni capacidad para tomar decisiones independientes frente a otros Estados o actores internos. En el plano judicial, la pérdida de soberanía se manifiesta en la extradición automática de nacionales, incluso en casos donde existen investigaciones pendientes en Colombia. ¿Cómo es posible que se renuncie al interés colectivo de la paz y a la jurisdicción propia para satisfacer la justicia de otro país? ¿No es eso, acaso, una renuncia expresa al principio básico de la soberanía jurídica?
Y sin embargo, hay sectores de la sociedad -medios hegemónicos, élites económicas, centros de pensamiento- que consideran peligroso siquiera mencionar la soberanía como principio rector de la política de Estado. ¿Por qué? Porque una verdadera soberanía implicaría recuperar el control sobre el modelo económico, sobre el ordenamiento territorial, sobre los recursos naturales, sobre las decisiones estratégicas que hoy se toman con el visto bueno del capital financiero y embajadas extranjeras. Implicaría que el pueblo, y no las corporaciones, sea el sujeto político central.
Estos sectores temen a la soberanía porque ella está asociada a la democracia real, a la participación popular, al desarrollo de la economía productiva nacional y al fortalecimiento del Estado como garante de derechos y no como mayordomo del mercado. Temen que el país piense por sí mismo, porque eso pondría en entredicho sus privilegios. Prefieren la dependencia maquillada de “cooperación internacional”, la entrega del territorio disfrazada de “seguridad jurídica para la inversión”, y la sumisión doctrinaria presentada como “apertura al mundo”.
Recuperar la soberanía no es aislarnos ni cerrar fronteras. Es ejercer nuestro derecho a decidir colectivamente qué país queremos ser. Es asumir la política exterior sin tutelajes, la economía con justicia social, y el desarrollo con equidad territorial. Es volver a creer que Colombia no es una finca para explotar, ni una base militar, ni un mercado cautivo, que somos o queremos ser una nación con dignidad, y eso, para algunos es imperdonable.
Luis Emil Sanabria Durán
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