Petro carga con una ironía cruel de la historia. En su juventud su alias en el grupo guerrillero M-19 fue “Comandante Andrés”. Hoy, convertido en presidente, es el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. Pero conviene dejarlo claro desde el inicio: ser “comandante” guerrillero no era un mérito, era un prontuario. Y en ese terreno Petro fue exitoso: logró lo que un insurgente se propone, delinquir y ganar poder dentro de la ilegalidad. En cambio, ser el comandante legítimo de las Fuerzas Armadas en una democracia es un cargo noble: su objetivo es proteger la vida, la libertad y la integridad de todos los colombianos, incluidos los hombres y mujeres de uniforme. Y ahí es donde Petro se derrumba: al pasar de la ilegalidad a la institucionalidad, lo único que muestra son fracasos.
En lo que tiene que ver con su pasado insurgente, sus “éxitos” fueron amnistiados cuando se reincorporó a la vida civil. Pero su fracaso actual como comandante en jefe es el presente doloroso que hoy padece Colombia. La diferencia es que antes el país sufría los golpes de Petro como insurgente, y ahora sufre las consecuencias de Petro como presidente.
Las cifras son elocuentes. Según Reuters (julio de 2025), las organizaciones criminales han crecido un 45% durante su gobierno, alcanzando 21.958 combatientes entre el Clan del Golfo y el ELN, sin contar las disidencias de las FARC. Nunca habían tenido tanto pie de fuerza ni tanta presencia territorial. En otras palabras: mientras Petro habla de paz total, los ilegales disfrutan de poder total.
Y la violencia ya no son números fríos: en las últimas semanas, miembros de la Fuerza Pública han sido secuestrados y asesinados por grupos armados. El 8 de septiembre, 45 soldados fueron capturados en El Tambo (Cauca) por comunidades bajo presión de la disidencia “Carlos Patiño”. En Guaviare, 34 militares fueron retenidos en condiciones similares por el Estado Mayor Central. El ELN, por su parte, secuestró en abril a los soldados Julián Sáenz y Yilmer Coral en Cúcuta, con pruebas de vida difundidas solo después de 44 días. Y en abril, bajo lo que el propio gobierno denominó un “plan pistola”, 27 policías y militares fueron asesinados en apenas dos semanas. Estos hechos no son excepciones: revelan un patrón de debilitamiento del mando institucional y de vulnerabilidad de quienes deberían estar protegidos.
Los secuestros regresaron con fuerza. La Fundación Ideas para la Paz (FIP) y la Policía Nacional reportan que entre enero y abril de 2025 hubo 131 secuestros, un 40% más que en 2024, y que entre enero y julio se registraron 256 casos, un aumento del 57%. Es un retroceso de dos décadas en una de las conquistas más valiosas contra el crimen. Bajo Petro, los colombianos volvieron a vivir con el miedo que creían superado.
El panorama es claro: los grupos ilegales no solo asesinan más policías y soldados, también controlan más territorio, más rutas de narcotráfico y más economías ilícitas. En regiones como el Cañón del Micay, Putumayo y Cauca, es el crimen el que manda y el Estado el que brilla por su ausencia, como lo han documentado InSight Crime y medios internacionales. Petro prometió recuperar la paz, pero lo que recuperaron fueron las mafias.
La paradoja termina siendo devastadora: en la guerrilla, Petro fue un comandante “exitoso”, pero en la comisión de delitos; hoy, como comandante en jefe, a la hora de garantizar la vida y la seguridad de los colombianos, ha sido un fracaso. Dejó crecer a los criminales, desmoralizó a las tropas y entregó territorios estratégicos a las mafias.
En conclusión: Petro no solo fue un comandante guerrillero que contribuyó a la violencia en el pasado, sino que hoy es un presidente incapaz de garantizar la paz y la seguridad en Colombia. Antes sus éxitos eran crímenes; ahora sus fracasos son institucionales. En ambos casos, los colombianos seguimos pagando el precio.
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