¿Vivimos realmente en medio un patrón constante de inestabilidad? De ser así, ¿Colombia es una nación altamente inestable, medianamente inestable, o apenas inestable? Por lo general se relaciona la estabilidad con el grado de violencia, a mayor conflictividad interna mayor inestabilidad, pero Malcolm Deas afirmaba en su ensayo Intercambios Violentos “Colombia ha sido a veces un país violento”, lo cual es cierto, el relato de la violencia constante, indiscriminada y endémica es una argumentación en favor de la justificación de la violencia extremista y el terrorismo y dicho relato a contribuido más a la inestabilidad que la violencia misma. Esto ha promovido la seguridad al rango de causa política, pero la seguridad no es una causa, es una política pública, un servicio que contractualmente el estado se ha comprometido a prestar. Es verdad que la seguridad es un valor fundante pero el orden y la estabilidad, preceden a la seguridad. No hay desorden porque haya inseguridad, hay inseguridad porque hay desorden.
El desorden en política es producto de la perdida de legitimidad. El caos de la República de Weimar, o del Gobierno Provisional en Rusia, produjo el escenario perfecto para el advenimiento de los totalitarismo modernos, en estos casos lo realmente relevante es revisar por qué esas republicas perdieron su legitimidad y se hundieron absolutamente con toda sus instituciones. Este es un tema extenso y complejo, pero en principio se trató de que no fueron capaces de reemplazar la legitimidad centenaria y profunda con la que contaban las casas reales destituidas al final de la primera guerra mundial. Es decir, que la política creó una situación de inestabilidad constante y creciente que se transformó en violencia civil que terminó destruyendo el tejido social y la democracia.
En Colombia es igual. La inestabilidad proviene de la política. Más exactamente de los políticos. La desaparición del sistema partidario convertido en grupos de intereses especiales que compiten por rentas del estado y la captura de recursos de la sociedad, ha expulsado la verdad de la vida publica e instalado el desorden institucional al operar constantemente en un escenario opaco, confuso presentado por medio de una narrativa política en la que nadie cree. Esta lenta y constante destrucción de las instituciones ha generado una percepción generalizada de caos y desorden que un primer momento ha producido la captura del poder por parte de un grupo político extremista conformado por piratas y lunáticos que han profundizado, deliberadamente, el desorden y llevado al sistema a un grado de inestabilidad sin precedentes.
La perdida de legitimidad es el resultado de la ruptura de la historia compartida mediante las representaciones del contrato social, no tiene nada que ver sobre si se cumplen las leyes, o no y este relato compartido se perdió en Colombia con el abrupto proceso de criminalización de la sociedad que supuso el acuerdo con FARC durante el gobierno de Santos. La paz no puede terminar en un tribunal porque el juicio es de los vencedores. Así, para derrotar el mal hicieron necesario juzgar al bien y como la democracia es un hecho intrínsecamente moral los ciudadanos quedaron atrapados en un sistema que los obliga permanentemente a demostrar su inocencia, cuando esta debería estar garantizada. Además, el fetiche supremo de la soberanía popular que es el plebiscito dejó de ser una opción creíble para los ciudadanos porque desde el poder lo invalidaron en función de la impunidad del terrorismo. Entonces, un sistema que niega mi buena fe, mi inocencia, que me juzga y además ignora mi voto, no es un sistema legítimo y solo queda hacia adelante el acatamiento por la fuerza, que fue lo que llegó, violencia callejera, alianzas criminales, saqueo y anomia.
En política, la fatalidad no existe. No necesariamente este desorden general tiene que conducir a la represión y la dictadura, pero es imperativo entender que es necesario recuperar el orden, no simplemente el orden público, sino el orden político y social, es necesario crear un nuevo relato común y una nueva legitimidad. No se trata de restauración, sino de cambio y el desafío trata precisamente de que ahora el cambio es el orden.
Jaime Arango
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