El 3 de septiembre de 1949, un avión estadounidense de reconocimiento atmosférico recogió muestras de aire sobre Japón. Al analizarlas, los científicos hallaron trazas de material radiactivo: la Unión Soviética había detonado su primera bomba atómica. La noticia cayó como un rayo en Washington. Apenas cuatro años después de Hiroshima y Nagasaki, el monopolio nuclear de Estados Unidos había terminado.
Entre los estrategas de la Guerra Fría, el pánico se disfrazó de racionalidad. Algunos, como el secretario de la Marina Francis P. Matthews, propusieron convertirse en “agresores por la paz”. Otros, como el matemático John von Neumann, creador de la teoría de juegos, lanzaban frases escalofriantes: “¿Por qué no bombardearlos hoy?”. Era la lógica impecable del miedo, pero también la semilla de la locura. Cada decisión “racional” en favor de la seguridad terminaba haciendo al mundo más inseguro.
Todo este contexto y sus implicaciones están presentados con claridad y belleza visual en el documental de YouTube “The Evolution of Cooperation”, del canal Veritasium, una pieza monumental que traduce en imágenes lo que aquí apenas se puede resumir: cómo la inteligencia colectiva detrás de la cooperación puede salvar, o destruir, al mundo. Este artículo se basa enteramente en el documental por considerarlo una reflexión singular para la humanidad, más que necesaria y especialmente en esta actualidad tan incierta.
El dilema del prisionero
La paradoja que explica ese comportamiento se llama el dilema del prisionero, formulado en la década de 1950 por Melvin Dresher y Merrill Flood en la RAND Corporation, y popularizado por Albert Tucker. Dos jugadores deben elegir entre cooperar o traicionar. Si ambos cooperan, ganan moderadamente; si uno traiciona mientras el otro coopera, el traidor gana más; si ambos traicionan, ambos pierden.
Razonando individualmente, “traicionar” parece siempre la mejor opción. Pero cuando ambos piensan igual, terminan en el peor resultado posible.
El dilema refleja, en miniatura, el drama nuclear: cada país decidió armarse para “no ser el tonto” que confía en el otro, y ambos acabaron atrapados en una carrera de destrucción costosa e inútil.
El torneo de Axelrod
Décadas después, el politólogo Robert Axelrod quiso entender cómo podía surgir la cooperación entre egoístas racionales. Organizó un torneo de computadoras: cada programa representaba una estrategia de decisión en el dilema del prisionero repetido cientos de veces. El experimento buscaba descubrir qué comportamiento prosperaba cuando las interacciones no eran únicas, sino continuas, como en la vida real, donde todos volvemos a encontrarnos.
Ganó la estrategia más simple, propuesta por el psicólogo Anatol Rapoport: Tit for Tat (“ojo por ojo”). Su regla era elemental: empezar cooperando y, a partir de ahí, imitar la última jugada del otro. Si el otro cooperaba, se cooperaba; si traicionaba, se castigaba una sola vez; y si volvía a cooperar, se perdonaba.
Cuatro reglas para sobrevivir
De esos torneos, Axelrod extrajo cuatro reglas que explican por qué la cooperación puede ser estable:
- Ser bueno: no traicionar primero.
- Ser claro: que tus intenciones sean comprensibles.
- Ser vengativo: castigar la traición, pero solo una vez.
- Ser indulgente: perdonar cuando el otro vuelve a cooperar.
El hallazgo fue sorprendente: la estrategia más ética era también la más eficaz. En los juegos iterados, resultó que la cooperación no era ingenuidad sino inteligencia.
El segundo torneo y el ruido del mundo real
Axelrod repitió el torneo con un cambio crucial: los jugadores no sabían cuántas rondas duraría el juego. Esa incertidumbre imitaba mejor la vida real, donde nadie sabe cuándo termina una relación, un negocio o una tregua. El resultado confirmó la lección anterior: las estrategias buenas, claras, vengativas e indulgentes volvieron a dominar.

Pero el experimento introdujo una nueva variable: el ruido, los errores de comunicación o percepción que pueden romper la cooperación. Como en 1983, cuando un oficial soviético, Stanislav Petrov, evitó una guerra nuclear al desconfiar de una falsa alarma de misiles estadounidenses. En contextos con ruido, Axelrod demostró que la mejor estrategia es el Tit for Tat generoso: mantener la reciprocidad, pero con una pequeña dosis de perdón. Esa pequeña concesión puede salvar la paz.
De los juegos a la vida
El dilema del prisionero no es una curiosidad matemática: está incrustado en la vida cotidiana, en la economía, en la política y hasta en la naturaleza. Las especies que sobreviven, desde los impalas africanos hasta los humanos, lo hacen porque cooperan a largo plazo. La cooperación repetida crea confianza y prosperidad; la traición constante crea ruina.
Si la colaboración es tan eficaz, ¿por qué los humanos actuamos al revés? En parte, porque confundimos cooperar con participar en el sistema. El capitalismo funciona gracias a una vasta red de colaboración anónima: millones de personas que, sin conocerse, hacen que la sociedad funcione. Pero no lo debemos confundir con la solidaridad. La solidaridad es un acto consciente de reciprocidad, una cooperación con sentido, que busca el beneficio mutuo, no la ventaja individual.
La paradoja humana
Y aquí la pregunta brutal: si la cooperación es ganadora, ¿por qué la humanidad no coopera para resolver sus problemas comunes?
¿Por qué seguimos compitiendo en una carrera absurda por el poder y la riqueza mientras el planeta se agota, la desigualdad crece y millones viven sin dignidad?
La respuesta duele: no actuamos inteligentemente. Hemos desarrollado tecnologías asombrosas, pero no la inteligencia ética para usarlas cooperativamente. En términos de Axelrod, somos jugadores que siguen el peor algoritmo: desconfianza preventiva, castigo infinito, opacidad total.
Quizás, como especie, estamos atrapados en un dilema del prisionero global, incapaces de entender que nadie gana solo. Y que la verdadera inteligencia, la colectiva, consiste en cooperar sin ingenuidad, castigar sin odio y perdonar a tiempo. Solo entonces podremos decir que hemos aprendido a jugar el juego de la vida.
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