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Confidencial Noticias 2025


Hemos sido advertidos una y otra vez sobre las implicaciones que trae la info-tecnología, como la llamó Yuval Noah Harari en 21 lecciones para el siglo XXI (2018), y, sin embargo, la mayoría la seguimos considerando lejana, casi abstracta, aunque ya esté en marcha. Desde el temor al reemplazo laboral hasta la manipulación algorítmica de la opinión pública, convivimos con una sensación ambigua: fascinación y negación al mismo tiempo. Sabemos que el cambio viene, pero lo imaginamos todavía como ciencia ficción para no abordar sus riesgos implícitos.

En estos días me encontré con los comentarios de Marcelo Longobardi, periodista argentino serio y experimentado en geopolítica y economía; me permitieron concluir: el futuro no se acerca, ya está aquí. Su lectura del mundo digital es una alarma lúcida frente a un debate que se preferiría evitar. Mientras seguimos atrapados en discusiones locales o en polémicas efímeras de las redes, el planeta avanza hacia un orden nuevo, impulsado por una inteligencia artificial que ya no sólo escribe textos o dibuja imágenes, sino que reconfigura las bases del poder. Nos distraemos, quizá como mecanismo de defensa, para no sentir la ansiedad que produce reconocer que todo está cambiando demasiado rápido.

Pero esta reflexión de Longobardi tiene una característica clave: ya no es procedente de autores que son pensadores, historiadores o filósofos, sino directamente de los exitosos que están al frente de la tecnología, que tienen una mirada desde un ángulo completamente diferente.

Longobardi centra su análisis en una publicación del medio europeo Le Grand Continent, donde aparece un texto de Sam Altman, CEO de OpenAI, la empresa creadora de ChatGPT, acompañado por los comentarios de Giuliano Da Empoli, autor de El mago del Kremlin y Los ingenieros del caos. Da Empoli actúa allí como un curador intelectual: reúne y da forma al pensamiento de lo que podría ser una nueva élite tecno-política, que empieza a configurar un orden donde la democracia liberal queda desplazada y la tecnología asume el papel de gobierno.

El texto de Altman, elevado por Da Empoli al rango de La ley fundamental de la inteligencia artificial, expone sin rodeos su visión de futuro. Altman prevé que en pocas décadas la mayoría de los trabajos humanos serán realizados por máquinas capaces de pensar y aprender. Dice que el poder pasará del trabajo al capital, y si las políticas públicas no se adaptan, la mayoría de las personas estarán peor que hoy. Y se atreve a reconfigurar cómo deberá ser la política redistrubutiva y la erradicación total de la pobreza. Afirma que la forma de generar riqueza para todos será como resultado de la reducción de costos lograda con la utilización de la tecnología en todo. Propone gravar con impuestos a las empresas y a la tierra, que serán los activos centrales del nuevo mundo, para distribuir equitativamente la riqueza futura. Su horizonte no es la catástrofe, sino una promesa: una renta universal financiada por la productividad de las máquinas, en una sociedad donde la escasez desaparecerá porque los costos tenderán a cero. Todo sonaría a utopía humanista, si no viniera de un actor que ha sido parte muy importante del cambio absoluto del mundo en que “vivíamos” y que sintetiza como la cuarta revolución basada en la inteligencia artificial, y porque implica también el reemplazo de la política por la administración algorítmica.

Los nombres que rodean a Altman, citados por Longobardi, completan el cuadro ideológico. Peter Thiel, cofundador de PayPal y primer inversor de Facebook, es el pensador del capitalismo tecnológico: libertario, defensor de la innovación por encima de la democracia, partidario de que las corporaciones gobiernen con más eficiencia que los Estados. Curtis Yarvin, ideólogo neo-reaccionario, sostiene que las democracias deben ser reemplazadas por “monarquías corporativas” gestionadas por expertos. Elon Musk, con su mezcla de mesianismo y poder real, encarna el impulso prometeico de crear una nueva humanidad a través de la IA, la robótica y la conquista espacial. Larry Ellison, fundador de Oracle (y pilar del apoyo de los super ricos a Trump), simboliza la vieja guardia del capital tecnológico, el poder estructural que provee la infraestructura y financia el sueño de estos visionarios.

De esa convergencia intelectual, económica y simbólica, surge una ideología diferente: la del fin de la democracia, reemplazada por un orden tecnocrático global donde la eficiencia sustituye la deliberación, y la concentración de datos equivale a la concentración del poder. Longobardi advierte, con razón, que en esa visión la política tradicional se vuelve obsoleta: los Estados quedarían reducidos a operadores de un sistema hiper-eficiente, en el que las decisiones las tomarán las corporaciones que controlan la inteligencia artificial. Y en ese sistema, el ciudadano dejará de ser sujeto político para convertirse en usuario.

Esa conclusión, que comparto, no es paranoia ni futurismo. Es la proyección coherente de las ideas de esta nueva aristocracia tecnológica, pero esta vez en palabras de sus propios actores. La promesa de bienestar universal puede terminar siendo la coartada perfecta para la concentración absoluta del poder, un mundo donde todo funcione, pero nadie decida. Lo predijeron autores tan renombrados como George Orwell con su vigilancia total, Byung-Chul Han con su sociedad del rendimiento, y Harari con su advertencia sobre el homo dataísmico.

Y ya no es dentro de un siglo: es ahora.

Rafael Fonseca Zarate

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