Albert Camus, en El Hombre Rebelde, nos advierte sobre “el día en que por una curiosa inversión propia de nuestra época, el crimen se adorna con los despojos de la inocencia, es la inocencia quien se intima a justificarse”.
Imposible encontrar una mejor descripción sobre la naturaleza del proceso que se sigue contra Álvaro Uribe. Kafka tenía razón cuando dijo que “tener un proceso es haberlo perdido ya”, porque el juicio crea la culpa y por eso la condena sin juicio es tolerable. Lo importante es el proceso porque el hombre ya está condenado. No importa si la acusación es sobre delitos inexistentes, o si es una puesta en escena carente de verosimilitud, o que el proceso mismo sea ilegal, lo que se busca es que el acusado no pueda demostrar su inocencia, es una ordalía, los acusadores no tienen que demostrar nada, les basta con la acusación.
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Uribe, como los reos del alto medioevo, está sometido a un tribunal de carácter mágico e irracional, como en la llamada Ordalía caldaria en la cual el acusado tenía que poner su brazo en un caldero con agua hirviendo y para ser declarado inocente su brazo debía salir sin ninguna quemadura.
Los acusadores, en un tribunal de esta naturaleza, buscan que el procesado se convierta en lo que Giorgio Agamben denominó homo sacer, un hombre arrojado en tierra de nadie, expulsado de la ciudad, aislado de los suyos y del mundo al que pertenece, sin voz, un profeta desesperado vagando en el desierto, un exilado para siempre. No buscan la pena, sino la indignidad. El carácter supersticioso y vengativo de los acusadores de Uribe más que la condena quieren la humillación. ¿Pero para qué? En cuanto que objetivo político carece de sentido.
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Pensar que la condena de Uribe supone de hecho la condena de su obra política y su legado histórico, es infantil, pero pocas cosas hay más ingenuas que la venganza. El proceso a Uribe no les permitirá reescribir la historia, pero si más bien repetirla y siendo así, volverán a perder.
Uribe no tiene la culpa del fracaso de la profecía marxista, simplemente se opuso a que los crímenes cometidos en nombre de esa profecía quedaran impunes y con ello evitó que los sacerdotes armados de esa fe sangrienta nos consumieran a todos en las cenizas de su derrota. Ganó y perdió. No logró enjuiciar a los derrotados y entonces ellos lo enjuiciaron a él y abrieron un tribunal para enjuiciarnos a todos.
En política no existe la traición, pero en la guerra si y por eso, ese juicio es una traición. A veces no es posible condenar sin condenarse. ¿Podrán los acusadores de Uribe alegar su propia inocencia si llegan a condenarlo? No hay que olvidar el antiguo principio de que la ley es del Estado, pero la justicia es del pueblo.
Jaime Arango
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